6 diciembre, 2024

Mi verdadero primer amor

Amor y Gelato, basada en la novela del mismo nombre de la autora Jenna Evans Welch. Es una comedia romántica, película que relata la historia de Lina, (Susanna Skaggs), quien hace su viaje de graduación cumpliendo el deseo, o más bien, las instrucciones de su mamá, Hadley, luego de que esta muere de cáncer. 

La mamá le dice que viaje a Italia (el viaje lo habían planificado para ir juntas) y recorra los lugares por donde ella pasó y vivió diversas experiencias, entre otras, enamorarse del padre biológico de Lina, pero la más importante, haber quedado embarazada de Lina. 

En el viaje, la mejor amiga de la mamá le entrega un diario a la chica, a donde su madre escribe sobre su hija: “Mi verdadero primer amor”. 

Lina no solo encuentra a su padre biológico, sino al hombre que fue el gran amor de su mamá y a su propio primer amor. 

Aunque ha recibido diversidad de críticas, entre buenas y malas, a mí me pareció una película entretenida y al menos el mensaje que me llegó fue precioso, porque es cierto, así lo sentí. Durante todo el viaje, Lina estuvo acompañada de su madre, a través de las páginas del diario que ella iba leyendo… visitando lugares, conociendo personas… 

 

Recordé que aunque en condiciones distintas, la única vez que estuve en Italia fue justamente con mi verdadero primer amor, cuando ese amor tenía 14. 

Años atrás del viaje que hicimos juntas, casi tres meses pasé contemplando a ese maravilloso ser. Estaba acostado sobre una colchita blanca, sobre la cama matrimonial. 

Era sencillamente lo más bello que mis ojos habían visto. 

Según yo le estaba enseñando a pronunciar una palabra, para que la diga, antes que ninguna otra. Y, según yo, su perfecta boca, lo intentaba y mis oídos escuchaban la palabra envuelta en el dulce sonido de su voz…”papá”.

 Su piel blanca y su carita rosada, que irradiaban vida y salud. Una vida esperada con anhelo y que llegó con aviso, una noche de invierno, cuando la lluvia caía a torrenciales sobre las calles de Guayaquil. 

Sus ojos claros variaban de color gris a miel, sus cejas perfectamente formadas y sus largas pestañas, enmarcaban una cara preciosa, un ser único y perfecto; mientras yo estaba extasiada en su contemplación. 

Yo debía encargarme de otros asuntos, tenía tres materias pendientes de aprobación en la universidad y debía prepararme para dar los exámenes. Pero no podía hacerlo, no podía dejar de contemplarla. Su nariz recta y bien formada, sus bracitos y piernas, sus muslos regordetes. Ella, mi primera hija, el verdadero primer amor de mi vida. Un amor que tal vez no supe expresar de la mejor manera. 

Dicen los entendidos que los padres no nacemos con un “manual para ser padres o madres”; pero si tengo el pensamiento que pude haberlo hecho mejor. Expresar ese amor, tan grande de una manera inmensa también. O tal vez lo hice, solo que aún no logro reconocerlo. 

Soy de la generación criada a base del miedo, del castigo, de la obediencia sin chistar a los mayores. Equivocadamente, seguí esos pasos al inicio de mi vida como mamá, porque eso fue lo que aprendí. Y así, me imagino que también le sucedió a las generaciones anteriores, porque también lo aprendieron de sus padres y lo hicieron con la convicción de que eso era lo mejor que podían darle a sus hijos para hacer de ellos unas personas buenas y correctas. 

 

El día del anuncio de su llegada, mi primer gran amor, decidió hacerlo de una manera tradicional. Desde la mañana sentí malestares en mi espalda, en la cadera. A medida que pasaban las horas, el malestar se fue transformando en dolor. En horas de la tarde, un dolor punzante, indescriptible, tremendo, apareció en mi región lumbar. A medida que pasaban las horas el dolor aumentaba en frecuencia e intensidad. Se volvió insoportable. Iba y venía. Por la madrugada me daba un breve espacio para respirar mientras retomaba su aparición. 

Mi esposo me acompañaba en el proceso motivándome a disminuir la intensidad de las contracciones con la respiración. Si en esa época hubiese conocido sobre yoga, las cosas hubiesen sido más fáciles. Así estuve hasta las 6 o 7 de la mañana, cuando tuvimos que ir a la maternidad. Nuestro carro estaba en el taller, así que mi tío nos prestó su camioneta, ya que no había como conseguir un taxi en pleno carnaval guayaquileño. La lluvia era torrencial. 

Al llegar a la maternidad no había habitaciones disponibles, todo estaba lleno, y gracias a la gestión de uno de mis cuñados me asignaron una en pensionado especial. 

Con el cuello del útero con grado de dilatación 9, entré a la cirugía, puesto que mi gran amor venía “de nalgas” y no podía nacer por parto natural. 

El dolor después de la cirugía fue tremendo; los primeros días era un martirio, levantarme y caminar, pero todo era poco cuando la miraba. Demasiado bella y perfecta, y era mi hija. Lo que más amé, mi verdadero primer amor. 

 

Creció con la gracia de Dios en todos los aspectos y desde chiquitita hablaba hasta por los codos. En esa época yo aún estudiaba medicina y seguí la sugerencia de personas muy cercanas de continuar mis estudios, me faltaba un año, el internado y la rural. Fue cuando debí escuchar a mi corazón y quedarme con ella hasta que estuviera más grandecita. Pero, seguí estudiando y la bebé se quedaba bajo el cuidado de mi mami y de la varias niñeras que fueron pasando por nuestra vida. 

Yo, desde el ahora, sugiero, si alguien está en esa situación, primero dedicarse al bebé. Mi hijita se puso muy flaquita, y aunque yo estaba pendiente de ella, debí estarlo mucho más. Leer más, aprender más para cuidarla mejor. Bueno, fue una época, luego se recuperó y siguió creciendo con toda normalidad. 

Sobre todo, su papá, sus abuelos y yo le dimos todo el amor de nuestros corazones. 

Yo como mamá “primeriza” cometí errores, de los que ahora me arrepiento, y que fui enmendado cuando llegaron mis otros tres grandes amores. 

¿Qué les puedo decir a quienes van a ser mamá por primera vez? 

Sigan a su corazón, no a su mente, ni a lo que les digan abuelas y familiares; todo se compensa menos el tiempo que no les dan a sus hijos, la paciencia, la comprensión y el cariño todos los momentos posibles. 

No es que yo haya sido una mala madre, pero siempre queda la sensación de que pude haberlo hecho mejor. Sin embargo, en esa época di lo que era mejor de acuerdo a mi estado de consciencia de las cosas. 

Con mi hija compartimos algunas actividades que nos gustaban, hacíamos gimnasia en la terraza, ella seguía todos mis movimientos… cuando se hizo más grande veíamos telenovelas y series como “¿Le temes a la oscuridad?, y Clarissa lo explica todo”, entre otras.  Y desde que iban naciendo sus hermanos, ella fue una excelente hermana mayor.

Mi bella niña creció, se casó y ahora es una mujer, y es extraordinaria. Ella es mi fortaleza en los momentos más difíciles. Es quien me hace ver lo bueno y lo que puedo mejorar. Aunque ya está grande, aún tenemos esos momentos, en que viene a mí y se acurruca en mi pecho, y la abrazo, como cuando era una bebecita,  no tengo tiempor que perder ni lo quiero dedicar a nada más, así que lo aprovecho al máximo, diciéndole cuanto la amo. 


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