29 abril, 2024

Lo que no me gusta…

El evangelio dice que debemos recibirnos con hermandad entre todos, pues todos tenemos un mismo origen: Todos somos Hijos de Dios y por lo tanto iguales. No hay diferencia de cunas. El más grande entre los grandes prefirió nacer en un humilde pesebre, rechazado por todos, sin recibir posada en ninguna parte, para llamar nuestra atención y corregir nuestra forma de ser. Sólo Él, con su Madre, su padre en la tierra y se rodeó tan sólo de los animales que le prestaron su pesebre y fue visitado tan sólo por humildes pastores que fueron avisados por los Ángeles. Los Reyes Magos llegaron después, guiados por la estrella. No me gusta, pues, que al lado de este ejemplo de humildad, fomentemos el odio, la venganza, que sembremos resentimientos, diferencias entre clases, que desunamos a nuestros hermanos, fomentando regionalismos absurdos, despertando envidias, rivalidades entre clases sociales o grupos étnicos o religiosos.

Está bien que sean toleradas las desviaciones, ahora llamadas preferencias sexuales. Pero está mal que sean fomentadas o que pretendan promocionarlas. Estas desviaciones incluyen no sólo la homosexualidad, el lesbianismo, los transexuales, los travestis, sino también los sádicos y violadores y los que asesinan a sus parejas. La falta de sanción es una forma de fomentarlas, la impunidad es otra. Si alguien desea tener una preferencia sexual diferente de la creada por Dios y dada por el género de la especie, y si encuentra a otra persona que piensa o siente igual, está muy bien que lo toleremos y que no lo ataquemos. ¡Allá ellos con sus deseos y yo no tengo porqué aislarlos ni por qué dejar de apreciarlos! Si son mis amigos, el respeto incluye el respetar sus preferencias. Ahora, si esa persona para satisfacer su identidad sexual, tiene que promocionarla, pretendiendo que los demás sean o piensen como él, está equivocado, o si pretende violar contra su voluntad a otra persona que no siente o desea como él o amenaza matar por amor, hay que detenerlo.

El amor tiene sus límites y es un acto que, como su verbo lo indica, es transitivo, es decir, es recíproco. Es cierto que yo puedo amar a alguien y no ser correspondido. Yo te amo, yo me entrego a ti. No, ¡tú eres mía!, tú me perteneces. Recuerdo que bromeaba con mi esposa cuando por resentimiento me decía que no me amaba diciéndole que ese era su problema, que ella podía no amarme, pero que no podía evitar que yo la ame, porque ella podía mandar en sus sentimientos, no en los míos.

Mientras yo, pese a mi amor, respete a la otra persona y las normas morales, estoy bien. Yo puedo mandar en mis sentimientos, no en los de los demás. Si dos personas se aman, eso es tema de esas dos personas, siempre y cuando estén respetando las reglas del buen vivir y del respeto y no estén haciendo daño a nadie.

¡Qué fácil es ser feliz! Consiste sólo en amar, y amar por amor a Dios, nuestro hacedor. El momento en que dejamos los apegos, empezamos a amar y llenamos nuestra vida con el más grande amor que hay en la tierra: EL AMOR DE DIOS.

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Comenzábamos a maldecir la sinrazón de todo lo que acontecía. Un cuarto de siglo había transcurrido desde la reinstauración de la democracia y nuestro desarrollo seguía incipiente . El peso de los intereses privados resultaba ominoso y el anhelado despegue económico se enervaba pese a los esfuerzos de gente emprendedora que ponía el lomo al sol con una visión obviamente individualista pero generadora de riqueza. La ayuda estatal a la inversión privada y la inversión estatal misma en el área social, pese a los discursos en contrario, eran tremendamente deficitarios. Se requería, pues, de un cambio. Un cambio en democracia, con el pragmatismo y el tesón necesarios que no puedan confundirse con demagogia barata ni con terquedades de mula. Había una democracia raquítica que despedía a sus Presidentes al exilio , pero en la que , sin embargo, gozábamos de libertad de expresión y de información, que daban fluidez a la libertad de acción, así como la convicción de ser titulares plenos de nuestros derechos civiles. Repudiábamos ,aunque con pasividad, el predominio egoísta de las oligarquías representadas por grupos de presión que crecían en el ámbito financiero, político, sindicalista y militar, entre otros, así como a la cortesanía capitalina que se iba adueñando paulatinamente de todo el gran espectro económico nacional. Pero, a pesar de este reprochable “sistema”, nos sentíamos libres y creyentes de un destino forjable con nuestra capacidad y eficiencia.

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