7 mayo, 2024

Requiesce in pace

Cuando pienso en diario El Telégrafo lo primero que llega a mi mente es el recuerdo de estar en una especie de buhardilla, en el último piso, armando el suplemento semanal  Salud y Medicina, junto al diagramador, mientras mi hijo Victorino, de tres o cuatro años, estaba sentado a mi lado jugando con algún carrito. Yo solía ir caminando al periódico, ubicado en la calle Boyacá, los fines de semana, sábado o domingo, a armar el suplemento. En esa época, aún no estaba plenamente instaurada la era digital y se armaban los llamados machotes, con el contenido diagramado,  que luego se enviaban a imprimir.

Recuerdo la oficina del doctor Roberto Hanze, director del periódico, con la antesala a donde estaban sus secretarias, Yira y Maritza, me parece que eran sus nombres. Al lado de la oficina del Doctor Hanze, estaba la del licenciado Fernando Aguayo, subdirector del diario. Todo el edificio, gozaba de una moderada elegancia; era un lugar acogedor, sobrio y formal.  

Yo llegué al Telégrafo, por sugerencia de mi papá, quien era articulista y responsable del suplemento Lo Nuestro, que abordaba trabajos de investigación con temáticas de interés nacional en distintas áreas y que se publicaba con el periódico. Luego de la conversación formal con el Doctor Hanze, inicié mi colaboración como articulista, y luego de un tiempo pasé también a dirigir el suplemento Salud y Medicina, que dicho sea de paso, fue una idea original mía, que luego el diario absorbió, si acaso sirva esa denominación para evitar recuerdos desagradables.

Coincidencialmente, mi suegra, doña Lidia de Abad Valenzuela, también colaboraba ahí, siendo la articulista principal de la página religiosa. Todos las semanas  entregaba devotamente su artículo que se publicaba los domingos, sobre santos, santas y acontecimientos de la Iglesia Católica.

Así como en mi caso, el de mi papá y el de mi suegra, creo que todos los que participábamos en la construcción de la noticia en ese medio impreso, lo hacíamos atendiendo a valores éticos y un deseo genuino de informar y aportar a la comunidad con información veraz, en los distintos campos que se atendían.

No era un medio perfecto, pero sí era un medio creíble.

Pasaron los años y la familia Antón vendió el periódico al señor Fernando Aspiazu;  en esa época me desvinculé del diario, así como otros colaboradores; entraron nuevas personas. Luego, El Telégrafo estuvo dirigido un tiempo por Carlos Navarrete Castillo , quien falleció, me parece, estando en sus funciones como director del periódico.

Y como todos sabemos, el periódico terminó en manos del gobierno cuando era presidente de la República el economista Rafael Correa. En esos años, el diario cambió su dirección de funcionamiento y el antiguo edificio quedó prácticamente abandonado y se fue deteriorando, por fuera parecía un edificio fantasmal. En alguna ocasión que pasé por ahí, me imaginé a mí misma en la buhardilla, elaborando machotes de suplementos con noticias que no existen y que no serán impresas nunca más…

El Telégrafo se fue a laborar en la avenida Carlos Julio Arosemena. Fue ahí cuando recibí una propuesta de su director, el licenciado Max García, para trabajar con ellos realizando artículos de investigación en temas de salud.

Al inicio fue una labor entre agradable y tensa. No todas las personas querían colaborar dando entrevistas a un periódico que era manejado por el gobierno, pese a ser temas de salud. Mientras más tenso se ponía el ambiente a nivel nacional, más tenso lo era también en mi relación con el trabajo. No fue fácil. Me parece que Max García renunció y asumió el cargo otro director, no recuerdo bien ese dato. La gente del departamento de redacción  exigía mucho  y por mi lado no podía hacer más. Además el ambiente era desagradable. Renuncié a seguir colaborando ahí, y mejor. Ya no era un trabajo, ni una colaboración, era un dolor de cabeza.

Recuerdo que cuando el Doctor Hanze era el director del periódico, solía invitar a los articulistas a un almuerzo navideño, en el que conversábamos de todo un poco, siempre dejando en alto el lema del diario: “La Tribuna de la Verdad sin temor ni favor”.

Recuerdo también que Roberto Hanze le comentaba a mi papá que no entendía como yo podía vivir sin comer casi nada; pues los comensales devoraban los ricos platos servidos en el almuerzo, y yo comía muy poco, estaba casi esquelética.

De esas buenas épocas quedan los buenos recuerdos, los malos, aunque tienen nombre y apellido no merecen un espacio aquí. Es una pena que un diario que gozó de tanto prestigio haya cerrado sus puertas de manera definitiva, aunque ya sabemos que iba a la deriva.  Creo que al edificio antiguo de la calle Boyacá, deberían hacerlo museo. A Guayaquil le hace falta tener más lugares culturales y turísticos, y ese edificio con todas sus historias, noticias del ayer,  sus fantasmas y leyendas, es, a mi parecer, una inigualable opción. Gracias y hasta siempre diario El Telégrafo, “Decano de la prensa nacional”.

 

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2 comentarios

  1. Sra. Arteaga: ¡Podría explicarme qué es «Requiesce in pace»? Los comunes mortales sabemos de «Requiescat in pace».

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