5 diciembre, 2024

El Principito

Cuando era pequeña, porque niña todavía soy, a ratos, (cuando logro descodificar los dibujos de boas constrictoras) pasaron por mis manos las páginas de “El Principito”. No recuerdo mucho de aquel encuentro preliminar, pero conservo dos memorias: una es que no lo entendí y la segunda es que aunque no lo haya entendido, lo comprendí. Suena extraño, lo sé, para mí también lo es intentar explicarlo…

Luego de algunos años de aquella lectura preparatoria, y de otras cuatro o cinco relecturas en español, francés e inglés en diferentes etapas de mi vida, me pasa lo mismo. Claro que a raíz de las vivencias acumuladas y el lenguaje enriquecido para simbolizar ciertos significantes, he podido procesar detalles antes inadvertidos. Cuando lo leí de pequeña, por ejemplo, no lograba descifrar el encuentro último del Principito con la serpiente y el retorno a su hogar. La muerte era todavía un concepto forastero para mí. Sólo recuerdo que me sentí profundamente triste, y hoy, cuando lo leía, también me sentí así.

En mi entrada a la adolescencia lo retomé. Cuando recorría sus líneas, subrayaba frases que a mi parecer eran importantes, aunque no entendiera bien por qué, sólo sentía que era así. En lecturas posteriores, subrayé las mismas frases y otras cuantas, más por la forma en que habían sido redactadas, pues ya se había insertado en mí la afición por la escritura. Esta última ocasión que lo leí no subrayé nada o de lo contrario hubiera tenido que subrayar el libro entero.

Existen metáforas universales evidentes para el lenguaje figurado: la rosa como la mujer y el zorro como amigo; la serpiente como la muerte y los adultos como adultos. Pero coexisten asimismo aspectos más agudos, menos palpables; tales como el agua, el atardecer, las lágrimas y el color del trigo. Estos no pueden ser digeridos por lo racional, pueden ser asimilados únicamente por lo emocional. Ya lo dijo el zorro: “Lo esencial es invisible para los ojos”.

A propósito de la novela, se estrenó una película inspirada en la misma. En ella se relata la historia de una niña-adulta cuya obsesiva madre se esmeraba por hacer de ella un individuo que cumpliese todos los requisitos de una sociedad pragmática, metódica y monótona. Sin embargo, un singular encuentro con el anciano aviador que alguna vez dibujó una oveja a un Principito en el desierto, cambió su infancia para bien. En lo personal, me encantó la película. La música, el contraste de las animaciones digitales con otras de lápiz y papel, las estrellas colgantes como en el escenario de un teatro; el cambio de perspectiva desde arriba y desde abajo, como visto por un niño.

En cuanto a la historia, me gustó el giro longitudinal que tomó: el crecimiento del Principito en una sociedad adulta inmersa en la sombra y el olvido, como aquella caverna platónica, hasta que una valiente niña les devuelve la luz y el deseo de recordar. Mediante la reminiscencia recuperan el sabor perdido de la niñez, el contacto con lo simple y lo esencial…

Hay en El Principito diálogos, pausas entre los diálogos, imágenes y escenas implantadas en mí de una forma tan sutil y abstracta. Hay preguntas, pero más que preguntas hay un silencio reflexivo y contemplativo. Hay cosas que no puedo expresar, cosas que sólo puedo sentir… Y lo que siento es aquello que me permite comprender sin entender, pues me conecto con la sabiduría detrás de esas letras y permito que me domestiquen, entonces dejan de ser letras y se transforman en conocimiento. Un conocimiento analfabeto que sólo adquiere sentido cuando admiro las estrellas o las risas de los niños. Y me consuela saber que pase lo que pase, siempre podré ganar por el color del trigo.

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