4 mayo, 2024

El cordón umbilical

Los términos médicos lo describen como el conducto flexible, que une el ombligo del embrión en vías de desarrollo a la placenta, permitiendo el intercambio de alimento y sangre oxigenada, pero para mí ha significado más que ser el órgano delgado de unión directa entre feto y madre: ahí radica la historia de amor entre nosotros.

El hijo fue engendrado en una etapa de vida en la que mis emociones divagaban, pero la gestación en progreso cambiaría todos los planes. Las manifestaciones espirituales se hicieron presentes para guiar mis pasos, en los sueños fue revelada la verdadera misión del ser impoluto: salvarme de ese mundo irracional y asfixiante en el que estaba inmersa. La futura madre, inexperta, debía enfrentarse a un cambio de rumbo para el cual no había sido preparada. 

Cada noche hojeaba las revistas apiladas en el velador para memorizar todo lo relacionado a la maternidad, ya que el tiempo de espera estaba por expirar, repasaba en mi mente los frecuentes consejos de madres experimentadas, todo fue en vano cuando llegó el verdadero reto: el día de su nacimiento.

La angustia, de una madre primeriza, incrementaba la fuerza del dolor incesante que debió sedarse para dar paso a la vida. 

—¡Vamos, puja con fuerza! —indicaba el eco de una voz—. ¡Otra vez! —exclamaba el médico. 

Unos segundos bastaron para escuchar un llanto incontenible. 

—¡Mi hijo, es increíble, mi hijo! —expresó el papá con alegría, corriendo detrás de la asistente que cargaba al recién nacido, –«quería estar seguro de que no lo cambiaran, todo está bien» —confesó al regresar al quirófano. 

Esa noche, una pertinaz lluvia anegó cada rincón de la ciudad, la intermitencia de los truenos y relámpagos contrastaba con el cálido entorno de mi habitación. De repente, la puerta se abrió, la enfermera se acercó con un bulto envuelto en una delicada colcha amarilla. «¿Qué hago ahora?» — me pregunté.

—Traigo a su pequeño caballero, uno de los niños más activos de la sala, no tiene idea de los pulmones que tiene. Le advierto que está hambriento, debe tener calma y esperar a que se acostumbre a su pecho. Regreso en una hora —dijo ella sin reparo—, dio media vuelta sin condolerse de mi situación.

—Será imposible que alguien nos visite, así que tendremos que resignarnos a estar solos —susurré.

Lo tomé entre mis brazos con el cuidado que la fragilidad de su ser exigía, inspeccioné cada detalle de su cuerpo reconociéndolo como parte del mío: un rostro sereno de tersa piel rosada; las mejillas en contraste con el abundante cabello color carbón, manos y pies diminutos que agitaba por el frenesí de su impaciencia. Estuve unos minutos observándolo con incredulidad, hace unas horas éramos dos anónimos, unidos solo por el cordón umbilical. Un llanto desenfrenado indicaba que debía satisfacer su necesidad básica a la brevedad. Aproximé su carita a mi pecho hasta que el olor le resultase familiar. Intenté varias veces, hasta que su pequeña boca succionó con desesperación el alimento de mi seno. 

Dos días pasaron para estar en nuestro territorio, en casa las maniobras serían más fáciles, al menos esa era la conclusión de los reportajes que vi en las revistas. Hicimos un breve paseo por su dormitorio, meticulosamente adornado para su recibimiento. Luego de todo el alboroto que su llegada generó entre los abuelos, tíos y primos, nos quedamos solos una vez más y, desde ese momento, prometí ser cautelosa para que nadie vulnere nuestra complicidad.

La hora del aseo se había convertido en un ritual: «siempre antes del anochecer para que duerma tranquilo, calentar agua a un punto exacto: ni fría ni caliente, jabón neutro para su piel, no tocar la mollera» —fueron algunas de las recomendaciones que dio la enfermera antes de despedirnos. 

Una noche, mientras secaba con delicadeza su vientre, los restos de la sangre seca y coagulada cayeron sin dificultad, los envolví en un trozo de algodón bajo estricto sigilo, por temor a que pierda el nexo que creamos mi hijo y yo durante nueve meses, además no permitiría que se desecharan, como tantas cosas en la vida. 

No fue fácil hallar el lugar ideal que lo proteja del ineludible paso del tiempo, pero una diminuta caja que se ajustara a su tamaño fue suficiente.    

El hilo conductor de vida que, según la ciencia, es de incalculable valor, reposa en un reducido espacio, sin oxígeno y en penumbra, custodiado por una madre ante cualquier intento de profanación. Puede que para quien lo encuentre resulte pútrido y decida reducir a cenizas los vestigios descubiertos, o por el contrario, quiera conservarlo como un místico tesoro.

El cordón umbilical se desprendió del impoluto ser que con el tiempo creará un nuevo nexo en su vida, un sentimiento diferente al de origen, una fuente de complicidad que le permitirá explorar singulares maneras de amar.

La ley del desapego se cumplirá, en cualquier instante y deberé resignarme ante lo escrito, por eso no descuido la caja que custodia al pequeño copo de algodón, porque ahí radica el comienzo de nuestra historia, a pesar del transcurso de los años.

 

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