26 abril, 2024

José Joaquín de Olmedo

Olmedo nació el 20 de marzo de 1780. Hombre grande y magnánimo de una sensibilidad de alma que destaca por la pureza de sus sentimientos y por la rectitud de su vida. No hay palabras que alcancen a describir su grandeza. “A Dios Glorificador: Aquí yace el Dr. José Joaquín de Olmedo. Fue el Padre de la Patria. El ídolo del pueblo. Poseyó todos los talentos. Practicó todas las virtudes”, reza con toda razón y justicia su epitafio. El célebre cantor de Junín no fue sólo un eximio poeta, autor de quizás el más grande poema épico de la lengua castellana, que engrandeció al Libertador de cinco naciones. Fue un abogado extraordinario, representó brillantemente al Virreinato de Lima en las Cortes de Cádiz, donde con su famoso discurso sobre la supresión de las Mitas, logró que se aboliera esa Institución, y fue designado Secretario de la Corte de Cádiz hasta que fueron disueltas por Fernando VII, que lo persiguió. Fue además un político brillante, redactó la constitución de Guayaquil en 1820, reorganizó el ejército y colaboró con Sucre en el triunfo de Pichincha. Un Estadista de dimensiones gigantes, un hombre íntegro en toda la extensión de la palabra, amado por sus compatriotas por su generosidad, su defensa de la justicia y su entrega al bien de la Patria. ¿Pruebas? Olmedo es el ejemplo a seguir para cualquier persona que busque con desinterés y con deseo sincero, servir a la patria y a sus compatriotas con amor, y el bien y el progreso de la Patria. Cuando murió, en todas las ciudades del país se celebraron funerales en su honor. Tras la Independencia de Guayaquil, fue designado unánimemente Presidente. Fue luego el primer Vicepresidente del Ecuador, puesto al que renunció por su integridad y por discrepancias con el Presidente Flores. Fue Presidente de la Convención Nacional que redactó nuestra segunda Constitución, en época de Rocafuerte y fue parte del triunvirato que tomó el país tras el derrocamiento de Flores el 6 de marzo de 1845.

De él, quiero presentar ahora dos poemas que lo describen tal cual era. El primero, el poema escrito por la muerte de su hermana Magdalena, quien lo precedió en su paso a la Casa del Señor, que es un grito de agonía por el dolor de su pérdida y el segundo, el poema que le mandara a ella misma, a Magdalena, su hermana menor, quien, cuando él estaba estudiando en Lima, le escribió pidiéndole que le mande un retrato (¡en esa época no habían fotos y menos Internet!, y lo que se usaba era que un pintor haga un cuadro o un retrato de la persona).

Veamos, por ahora, estos dos hermosísimos poemas:

En la muerte de mi hermana
J. J. de Olmedo

¿Y eres Tú, Dios? ¿A quién podré quejarme?
inebriado en tu gloria y poderío.
¡Ver el dolor que me devora impío
y una mirada de piedad negarme!

Manda alzar otra vez, por consolarme,
la grave loza del sepulcro frío
y restituye ¡Oh Dios! al seno mío,
la hermana que has querido arrebatarme.

Yo no te la pedí, ¡Qué! ¿Es por ventura,
crear para destruir, placer divino,
o es de tanta virtud indigno el suelo?

¿O es que ya de lo absorto en tu luz pura,
te es menos grato el incesante trino?
Dime: ¿Faltaba este ángel a tu cielo?

Mi retrato
J. J. de Olmedo

¡Qué dignos son de risa
esos hombres soberbios
que piensan perpetuarse
pintándose en los lienzos!

De blasones ilustres
sus cuadros están llenos,
de insignias y de libros
y pomposos letreros.

De este modo, ellos piensan
que sus retratos viejos,
serán un gran tesoro
a sus hijos y nietos,
y que todos los hombres
del siglo venidero,
su arrugada figura
mirarán con respeto.

¡Oh, como se disipan
esas torres de viento!
Tu alguna vez me viste
reírme de mi abuelo,
con su blonda peluca
y sus narices menos.

Si los hombres se olvidan
aún de los hombres muertos,
¿Qué no harán hermanita?
¿Qué no harán con los lienzos?

En rincones oscuros
de vil polvo cubiertos,
aún los hombres más grandes
duermen un sueño eterno.

Permíteme que piense
de un modo muy diverso:
otros, enhorabuena,
quieran hacerse eternos
por sus grandes hazañas,
por sus grandes talentos,
pero yo, ¡vida mía!,
más mérito no tengo
que ser hermano tuyo,
pues lo demás es menos.

Y como el hombre sabio
filósofo y modesto,
con la vida presente
sólo vive contento,
deja que en cuanto pueda,
imite estos ejemplos,
pues el sabio, en sus obras
nos deja su diseño.

Así no me interesa
que tuviesen Homero,
Virgilio, Horacio, Ovidio,
buen rostro, o rostro feo;
Instrúyanme sus obras,
deléitenme sus versos,
lo demás, ¡amor mío!
no merece un deseo.

Deja que quieto viva
en el presente tiempo,
pues el tiempo futuro
yo ya estaré muy lejos,
insensible al aplauso,
insensible al concepto
que de mi formar quieran
los sabios y los necios.

Gózate que no tenga
esos vanos deseos,
deja que sin desquite,
en mis alegres versos,
muy ufano me ría
de esos hombres soberbios
que piensan perpetuarse
pintándose en los lienzos.

¡Cuán duro es retratarse
y más cuando uno es feo!
Por ti hago el sacrificio;
lo mandas, te obedezco.
El pintor soy yo mismo,
venga, venga un espejo
que pinte claramente
mis gracias y defectos.
Ya está aquí. No tan malo,
yo me juzgué más feo
y que al verme soltara
los pinceles de miedo.

Pues, ya no desconfío
de darte algún contento
y más cuando me quieres
¡y yo me lo merezco!

Imagínate, hermana,
un hombre, cuyo cuerpo
tiene de alto dos varas,
si le quitas un dedo.
Mi cabello no es rubio,
pero tampoco negro,
ni como cerda, liso,
ni como pasa, crespo.

La frente es espaciosa,
como hombre de provecho,
ni estirada, arrugada,
ni adusta mucho menos.

Las cejas muy pobladas
y algo obscuro su pelo
y debajo, unos ojos
que es lo mejor que tengo:
ni muy grandes, ni chicos,
ni azules, ni muy negros,
ni alegres ni dormidos,
ni vivos, ni muy muertos.

Son grandes mis narices
y a mucho honor lo tengo,
que narigones siempre
los grandes hombres fueron:
El célebre Virgilio,
el inmortal Homero,
el amoroso Ovidio,
mi amigo y mi maestro.

La boca no es pequeña,
ni muy grande en extremo;
el labio no es delgado,
ni pálido o de fuego.

Los dientes son muy blancos,
cabales y parejos
y de todo me río,
para que puedan verlos.

La barba es algo aguda,
pero con poco pelo;
me alegro, que eso menos
tendré de caballero.

Sobre todo el conjunto
algo tosco lo creo;
el color no es muy blanco,
pero tampoco es prieto.

Menudas, pero muchas
cacarañitas tengo,
pues que nunca faltaron
sus estrellas al cielo.

Mas por todo mi rostro
vaga un aire modesto,
cual transparente velo
que encubre mis defectos.

Hermana, esta es mi cara.
¿Qué tal? ¿Te ha dado miedo?
Pues aguarda, que paso
a pintarte mi cuerpo.

No es largo, ni encogido,
ni gordo mi pescuezo;
tengo algo anchos los hombros
y no muy alto el pecho.

Yo no soy corcovado,
mas tampoco muy tieso;
aire de petimetre
ni tengo, ni lo quiero.

La pierna no es delgada,
el muslo no es muy grueso
y el pie que Dios me ha dado
no es grande ni pequeño.

El vestido que gasto,
debe siempre ser negro
que, ausente de ti, sólo
vestir de luto debo.

Una banda celeste
me cruza por el pecho,
que suele ser la insignia
de honor en mi colegio.

Ya miras como el todo
disto de los extremos;
pues lo mismo, lo mismo
es el alma que tengo.

En vicios y virtudes,
pasiones y talentos,
en todo, ¡Vida mía!
En todo guardo un medio,
sólo, sólo en amarte,
me voy hasta el extremo.

Mi trato y mis modales
van al par con mi genio;
blandos, dulces, sin arte,
lo mismo que mis versos.

Este es pues, mi retrato,
el cual queda perfecto,
si una corona en torno
de su frente ponemos,
de rosas enlazadas
al mirto y laurel tiernos,
que el amor y las musas
alegres me ciñeron.

Y siéntenme a la orilla
de un plácido arroyuelo,
a la sombra de un árbol,
floridos campos viendo,
y en un rincón del cuadro,
tirados en el suelo,
el sombrero, la banda,
las orlas y el capelo.
Me pondrán en el hombro,
con mil lascivos juegos,
la amorosa paloma
que me ha ofrecido Venus.

Junto a mí, pocos libros,
muy pocos, pero buenos:
Virgilio, Horacio, Ovidio,
a Plutarco, al de Tello,
a Richardson, a Pope
y a ti ¡Oh Valdez!, ¡Oh tierno,
amigo de las musas,
mi amor y mi embeleso!
Y al pie de mi retrato,
pondrán este letrero:
“Amó cuanto era amable,
amó cuanto era bello”.

¡Oh, retrato dichoso!,
vas donde yo no puedo;
tu suerte venturosa,
con cuanta envidia veo.

Anímate a la vista
de aquella que más quiero
y dile mis ternuras
y dile mis deseos.

Dale mil y mil veces
pruebas de mi amor tierno
y dale mil abrazos
y en la mejilla un beso.

Lima, 1803

Artículos relacionados

Mi playa…

En mi vida hay una playa secreta. En su silencio se escucha los cantos del mar y el sonido del viento sin fin. La blanca arena baja hacia el agua  que brilla como […]

Lo Justo y Necesario

Sin lugar a equivocarme los ecuatorianos debieron pasar las fiestas de navidad con lo justo y necesario. Si no lo hicieron de esa forma, deberán aprender que el año que viene tendrá […]

4 comentarios

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

×