25 abril, 2024

Un hombre sin destino

Me dio mucha pena lo de Juan- alguien me dijo- siempre me pareció un muchacho sin destino…

¿Qué es el destino?

“Destino” es una palabra que proviene del verbo Destinare, que se traduce como “hacer puntería”.

Tal vez quiere decir esto, que el destino es el que apunta hacía algo. ¿Hacía dónde, entonces, apuntaba el destino de Juan?

La vida, participa en el juego del destino y para mi no es otra cosa que un lapso entre el nacer y el morir; un lapso que cada quien lo transita como puede y quien logra transitarlo a su manera, es en realidad el dueño de su libertad, por lo tanto, el forjador de su destino.

Puede ser que Juan paso por este lapso llamado vida para demostrar cada quien hace con su vida lo que en apariencia quiere, pero termina siendo, sin darse cuenta, títere de las circunstancias; además el día de su muerte, sentó el precedente que uno termina queriendo a la gente, no por buena o mala, o porque te quieran o no, sino por el espacio y el tiempo que ocupan dentro de tu existencia.

Si consideramos al destino como una fuerza sobrenatural, inevitable, que guía la vida hacía un fin, no elegido con libertad, Juan si tenía un destino. Un destino lamentable. Lo que sucede, según mi punto de vista, es que el destino no es el mismo para todos, y lo que entendemos como bueno, normal o exitoso, son solo conceptos arbitrarios aplicados forzosamente al modelo estándar de persona que nos sugiere el sistema, para encajar sin mayor inconveniente, en el mismo sistema.

Juan, fue un hombre peculiar; inteligente, sin duda y con una extraordinaria capacidad para contar los hechos y mantener a su audiencia en total sintonía; siempre atentos a la próxima palabra, al siguiente comentario, a esas verdades que no a todos les gustaba escuchar, pero muchos querían conocer.

No porque haya muerto voy a decir que Juan era bueno, no lo era; nadie lo es; bíblicamente, según las palabras de Jesús, “solo Dios es bueno”.  Lo que sucede es que algunos somos menos malos que otros. Juan era de los otros. No siempre el ser humano tiene la entera responsabilidad del grupo al que va a pertenecer, ya que, si pensamos que existe un destino, cada uno de nosotros es una especie de actor, alguien circunstancial, que acepta venir a este escenario a representar un personaje ya asignado. ¿Cada uno elije al personaje? ¿Alguien designa quién seremos? ¿Para qué elegimos venir al mundo? ¿Para qué aceptamos ser quien aquí somos? ¿Venimos obligados? ¿Es una elección o una sentencia?

Preguntas que en su momento y con el particular estilo la gente se hace, sobre todo cuando toca mirar algo hacía abajo, a donde está el ataúd con el difunto, que nos recuerda que, así como él, un día alguien vivo nos mirará desde afuera.

 

Uno de los peores recuerdos de mi relación con Juan, fue un día de su cumpleaños, cuando lo llamé por teléfono para expresarle mis deseos de que la pase bien; me preguntó furioso que para qué lo llamaba, qué si de algo le serviría mi saludo, obvio que no; así que me pidió que por favor no lo llame más. Eso hice hace años; ahora, aunque estuve pendiente de él, en su lecho de muerte solo lo visité una vez, que bueno que esa última vez fue amable.

 

Recuerdo el día más feliz que tuve junto a Juan. Fui a visitar el departamento en el que viví los quince primeros años de mi matrimonio, iba ahí a encontrarme con mi esposo. Dependiendo de lo que percibiéramos en esa visita, decidiríamos si venderlo o no. Llegué antes que mi esposo, y salí del taxi. El departamento está ubicado en un antiguo edificio en el centro de la ciudad, zona algo peligrosa en horas de la tarde, cuando el movimiento de las oficinas del sector, disminuye.

La calle estaba vacía, oscura. Me paré al filo de la vereda, y vi a dos hombres sentados al lado del zaguán del edificio. Chuta, pensé, me van a robar.

Se me aceleraron el pulso y la respiración. ¿A qué hora llegará este hombre? Pensé también, refiriéndome a mi esposo. No llegaba. Me acerqué mas al zaguán del edificio con la esperanza de que la puerta se abriera. En ese momento, cuando mayor era mi miedo, alguien dijo mi nombre, era Juan. Era uno de los dos que estaba sentados en el zaguán del edificio de al lado. Me alegré tanto de escuchar su voz, y de saber que era él. No me van a robar, pensé, qué alivio ver a Juan, ¡es Juan! ¡Hola Juan!, le dije, ¿qué haces aquí? Conversamos brevemente; entre otras cosas me dijo: no lo pienses más, vende el departamento. Juan me dio un buen consejo, el cual seguí, y hasta hoy se lo agradezco. Vender el departamento me ha librado de algunos sinsabores.

Juan podía estar sentado en cualquier lado, en una sala magnifica, un comedor de etiqueta o el descanso de un zaguán, siempre era la misma persona, eso es lo que lo hizo un ser único. Fue él siempre, sin importarle para nada lo que dirían los demás.

 

Ahí, a donde se lo imaginan con su facha desaliñada, Juan fue inclusive, como cuenta la leyenda urbana, Gobernador temporal de una provincia de la patria. En sus estudios constan los años aprobados en la carrera de leyes; no dudo que hubiera sido un gran abogado.

 

Miembro de una familia honorable, con amigos honorables, también con amigos que no son la mejor referencia. Juan era un hombre de anécdotas inolvidables, únicas, y a su vez tantas, que no entrarían en un relato breve; merecen las páginas de toda una novela. Ocupó un espacio de mi vida, por mas de treinta años; el espacio del hombre sin destino. Del que no se sabía para que existía; del que no supimos nunca cual era su norte.

Lo cierto es que su casa siempre fue en el sur; y una vez que la vendieron, la depresión lo devoró por completo. Y, a pesar, de su mal carácter, su ira y su displicencia, con casi todos y más con uno de sus hermanos, tuvo a ese hermano a su lado y no lo abandonó. Dice, Rosa, quien lo cuidó solícitamente, los últimos meses de su vida, que el nombre de su hermano fue el último que sus labios pronunciaron. Luego dijo: dame agua, tengo sed, otra vez lo bíblico aparece. Luego, apretó la mano de Rosa y dijo: gracias mamá. Después de eso, murió.

Rosa, mujer humilde, que sirvió años a la familia de Juan, sin duda, en ese momento, representó a esa madre que está al pie de la cruz de su hijo moribundo, aquella que jamás nos abandona. Todos agradecemos su presencia en ese momento del adiós final; nos da el consuelo de saber que Juan no murió solo.

Los papeles que jugamos en la vida, esos que quedamos…los que sienten su ausencia; los amigos, la familia que está triste por su partida.

A veces, muchas veces odiamos a Juan, pero el día de su muerte, nos dimos cuenta que en realidad, también muchas veces lo quisimos, y que nos hacía falta tenerlo ahí, así sea gritando tonterías, en algún momento alguna ocurrencia nos haría reír un poco. Juan era como un pobre niño necesitado de muchas cosas, atrapado en sus delirios. Nos hacía falta para decirnos que éramos los buenos, los del éxito asegurado, o sin mucho mas que decir, simplemente, nos hacía falta para completar el grupo.

Cuando alguien a quien conoces muere, la vida queda incompleta. Se fue la casa del sur, a donde vivía Juan quien no tenía un norte. Un día de junio que llovió esas lágrimas que algunos como yo, no lloramos, pero que Juan las merecía.

Adiós a Juan, querido Juan, el hombre sin destino.

 

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