Aquel viernes las fuerzas del universo se agruparon armónicamente para dar lugar a lo que
conocemos como sincronía; independiente de las coincidencias y los azares se presentó la
sincronía. Resulta que soy ayudante de cátedra para la clase magistral de Ética de mi universidad
y para ese día estaba prevista una conferencia con el tema “Ética y Economía”.
15h15. El conferencista estaba esperándome en la puerta principal. Habíamos intercambiado
unos cuantos mails formales por asuntos de la conferencia, pero más allá de eso no sabía quién
era. Se asomó una figura elegante con un rostro gentil y una sonrisa que acentuaba las arrugas
del pasar de los años. Me bastó el recorrido del parqueo al auditorio para convencerme de que
aquella conferencia iba a ser especial. Un murmullo irracional pero fiable lo presagió; la voz de
la intuición.
Arrancó su conferencia con unas palabras de García Márquez (y desde ese instante no dudé
de mi intuición). Dijo: “Si alguno de ustedes se aburre, que se levante con cuidado para no
despertar al de a lado que está durmiendo”. Las risas colmaron el auditorio y de vez en cuando
reaparecían cual efecto de eco, debido a la espontaneidad genuina del expositor. Habló sobre
Adam Smith y los objetivos de la Economía, sobre la realidad de la empresa en Guayaquil y su
relación con la Ética, los motivos para la Ética, entre otros temas. Planteó ciertos conceptos
interesantes como el de “valor”, al que se refirió como “Aquel motor que me mueve a realizar
determinadas acciones… Mis acciones responden a mi escala de valores”. Dijo también:
“Cuando queremos corregir a una persona lo peor que podemos hacer es prohibirle acciones.
Hay que cambiar su manera de pensar”.
Luego mencionó un dilema moral presentado en una película (cuyo nombre no recordaba).
Trataba del caso de una hambruna en Etiopía y un grupo de voluntarios que ayudaban con la
entrega de alimentos. Al parecer, la reserva de alimentos no abastecía para la gran cantidad
de personas que la requerían. La doctora a cargo no sabía qué hacer y uno de los voluntarios,
que era administrador, le propuso que evaluara el estado físico de las personas y a las que
estuvieran al borde de la inanición no les dieran de comer, sino que guardaran el alimento para
aquellas con mayor probabilidad de sobrevivir. El administrador pretendía no “desperdiciar” la
comida, es decir, “economizar”. La doctora se vio envuelta entonces en un dilema moral, sobre
si debía asumir la responsabilidad de decidir quién vivía y quién moría… Piense, ¿Qué haría
usted?
La conferencia tomó un rumbo distinto y expresó su opinión sobre aquella palabra de doble filo:
la utopía. Parafraseo: “Si yo no sueño que puede haber un mundo mejor, seguiré en éste… La
utopía es como un farol que te alumbra a medida que caminas. Si no caminas, no alumbra”.
A lo largo de su discurso brotaron tácitamente sus intenciones de crear conciencia. ¿Por qué
unos sí y otros no? ¿Qué es lo que me hace más o menos valioso que el otro? Su afán por
exponer las diferencias económicas, de oportunidades de trabajo, etc. me llevó a formularle
la siguiente pregunta: “¿Se identifica usted con el modelo socialista?” Me contestó que ese
modelo no existía y estuve de acuerdo, en la práctica no existe, pero “¿y en teoría?” insistí,
a lo que respondió: “Personalmente, de todos los ‘ismos’, con el que más me identifico es
con el Evangelio; es más duro”. Citó entonces un pasaje de la Biblia: “Si alguno de ustedes
dice «Yo amo a Dios», y al mismo tiempo odia a su hermano, es un mentiroso. Pues si uno no
ama a su hermano, a quien ve, tampoco puede amar a Dios, a quien no ve. Quien ama a Dios,
ama también a su hermano”. (Juan 4,20-21). Dijo también: «Hay que ser prudentes como las
serpientes y sencillos como las palomas» (Mt. 10, 16).
Yo lo escuchaba embelesada y con profunda admiración, como quien observa desde un rincón el
esplendor de la sabiduría y procura rescatar, con absoluto esmero, aquellas lábiles perlas que se
desprendían de su experiencia para grabarlas eternamente en mi corazón incipiente…