Había una vez un loro muy vistoso que vivía en el reino de bananolandia.
Era alto y de plumaje verde, así como verde también lo eran sus ojos. Joven, sonriente y carismático, destronó al rey de la selva, al que le decían el dueño de la jungla y era un león que fumaba mucho y tenía huevos bien puestos. Los animales se impactaron con el pajarraco, quizás cansados de lo que ofrecían los mismos de siempre o porque era un plumífero desconocido.
Incansablemente cantaba, bailaba, era pico de oro y ofrecía el animalismo del siglo XXl como la solución a todos los males de la selva. Por eso los faunos creyeron en el cambio que la cotorra ofrecía. El loro hablaba sin parar y siempre decía sin pensar lo primero que salía por su lengua. Era conflictivo y como tenía profundos resentimientos por lo que había vivido cuando era un lorito pequeñito, no sabía ni podía callar y comenzó a dar rienda suelta a sus complejos y resentimientos, con el propósito de pelearse contra los animales que anteriormente habían gobernado la jungla.
Para ese entonces hubo elecciones en la selva.