19 abril, 2024

El silencio que comunica, también culpa

Tener una postura pública, sea esta política o de cualquier índole, casi siempre es una invitación abierta a que alguien sienta esta necesidad urgente de confrontarte. Lo podemos ver en redes sociales cuando, por ejemplo, algo pasa en el mundo y preguntan dónde están las feministas, mencionando a voceras. O cuando el tío provida le cuestiona cualquier tema a la sobrina activista. En mi caso, soy una chica socialdemócrata que escribe en medios sobre feminismos y derechos humanos. Así que soy esa persona a la que regresan a ver en la mesa cuando, a propósito, hacen un comentario machista o de ‘derecha’ para ver mi reacción.

Hace no mucho tiempo tomé la decisión de no reaccionar. Primero, porque vi que algunos lo hacían con la clara intención de provocar alguna respuesta agresiva de mi parte —esto sin dejar de lado que se puede percibir cuando la intención no es esa y en ese caso comento con tino— y segundo, porque no es mi deseo aleccionar a hombres y mujeres con el mismo acceso a internet y educación que tuve y tengo yo. Pero también porque me quería ahorrar ese desgaste emocional que conlleva contradecir argumentos indolentes mientras estoy comiendo o trabajando.

Esta no reacción solo era válida para mis círculos sociales —no me refiero a mis amigues cercanos porque ellos jamás harían comentarios para provocarme, hablo de esos espacios con nuevas personas o conocidos— y laborales. Sin embargo, si están en esta columna saben que el silencio a través de las letras y el activismo no tiene compatibilidad. Jamás hubiese podido quedarme callada, por ejemplo, frente a las declaraciones de la primera dama —sobre las niñas y mujeres, el pasado 25 de noviembre— y, por supuesto, no tolero comentarios misóginos de mis amigos o pareja.

Esto de ‘escoger las batallas’, ser polite y revisar contextos suele hacerme ruido, sé que es lo correcto, pero no significa que me haga sentir del todo bien. Hace unos días, una persona que tenía poco tiempo conociendo en un contexto formal y que me agradaba dijo algo tan terrible que quedé negativamente impresionada, me quedé en silencio y cambié de tema. Hasta el día de hoy pienso en lo que le pude haber dicho, pero entre el shock y el análisis rápido del lugar y momento donde estábamos, voté por ignorar el comentario. Pero no lo logro, resuena en mi cabeza cada tanto.

Debo confesar que, a veces, disfruto de la cara de decepción de quienes, en persona, intentan que responda a sus argumentos y no logran sacarme más que un bostezo, pero de la misma forma, es coherente contarles que mi silencio me pone incómoda con lo que creo que soy. Miro desde arriba esa línea que se forma entre mis principios y ser política. Entre lo que quisiera decir y el correcto silencio que no pone en peligro mi paz mental, mi trabajo o, incluso, mi integridad.

Seguro es posible ser leal a los principios y ser política, de hecho en estos espacios sociales y laborales es donde podemos plantear argumentos tan poderosos que la contraparte se obligue reflexionar sobre sus comentarios, pero lo que no es tan seguro es que en todos los espacios esto sea 100% posible, porque puede existir una relación de poder o sencillamente, a veces, no queremos discutir. ¿Mala activista? Posiblemente. Este camino es largo.

Siempre les repito que el silencio comunica, hoy les cuento que también culpa.

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