2 mayo, 2024

Cuando renací…

Andaba por los quince años.

En el colegio era peleonero y generalmente sacaba la cara por los más chicos para pelear contra los más grandes y abusivos.

Como consecuencia de esto, me fracturé el tabique nasal en varias oportunidades.

Por esas cosas raras que tiene el destino, estaba en EEUU y me llevaron a donde un otorrino laringólogo que trabajaba en el mundialmente famoso John Hopkins Hospital.

Programaron mi operación y la misma se llevó a cabo.

Cuando desperté estaba en un cuarto de terapia intensiva. Frente a mí, había un reloj redondo e inmenso que daba la hora.

De pronto llamé a la enfermera en varias oportunidades y obtuve un gran silencio como respuesta.

Sentía y sabía que algo malo me sucedía. Estaba inquieto y respiraba frecuentemente. Tenía una sensación de ahogo que era imparable.

A los pocos minutos de esta desesperación estaba convencido de que iba a morir.

Gritaba desesperado y no podía moverme ya que habían atado mis manos y mi cuerpo a la cama. Sentía calambres en la cara y todo el cuerpo, mientras la angustia se había convertido en insoportable.

Lloraba y gritaba, porque tenía la sensación de que iba a morir.

A pesar de todos los gritos que daba, nadie me respondía y yo sentía un gran dolor mientras veía como se me retorcían los ojos. Tenía calambres en los dedos de mis manos y pies, de una forma inaguantable e imparable.

De repente caí en cuenta de que mi abdomen estaba hinchado y no podía orinar.

Ya no soportaba más este tormento y quería que la muerte me llegara pronto, para que este dolor se acabe.

Así transcurrió casi una hora.

Ya no podía aguantar más los dolores, la desesperación, los calambres y el abdomen hinchado.

Sin embargo, cuando ya veía doble y nublado, tuve la sensación de que me desplazaba flotando hacia un lugar que estaba vacío y lo sentía como lejano, semi oscuro y muy silencioso.

En ese instante entró una enfermera y desesperada llamó a todo un equipo de médicos que vinieron con unas máquinas y me dieron respiración boca a boca, mientras me inyectaban con una aguja grandota el corazón, mientras me daban masajes en mi pecho.

Después de tres horas y cuando desperté, vi la tierna y angelical mirada de mi madre, quien me tenía cogido de la mano, mientras me sobaba la cabeza y con una vos que parecía un ángel me decía: todo va a estar bien, ya pasó todo.

A los tres días salí del hospital con un yeso en mi nariz.

Había tenido un Shock anafiláctico de muerte, por reacción alérgica a un medicamento antibiótico que me habían puesto.

Ahora después de tantos años que han pasado, recuerdo mi desesperación como si fuera hoy.

La única explicación que tengo para mí mismo es que estaba muriendo y camino al más allá.

Por alguna razón que desconozco y no puedo explicar, regresé por este espacio suspendido entre la nada, sin espacios ni sonidos, donde no existía el tiempo ni había cosas físicas para tocar.

Esta ha sido la situación más dura y torturante que he vivido.

Ahora que pasó todo y analizo lo sucedido, llego a la conclusión que este suceso, en lugar de deprimirme o volverme temeroso, me hiso mucho más valiente, fuerte y sin miedo, frente a las adversidades que me ha puesto la vida.

Después de la agonía inenarrable, incuantificable y el tormento infinito que viví, regresé al colegio para seguir peleando contra los más grandotes, como si nada sucedió.

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Definitivamente estamos en un tiempo en el que las susceptibilidades hacen que las personas se sientan insultadas a veces sin que se les haya dicho nada que pueda ser considerado insulto, otras veces por interpretar en forma errada lo dicho sobre ellos.

Hay un decálogo sabio que recopilé hace un tiempo con el título “cómo evitar las riñas familiares”, que en uno de sus puntos dice: “¿Lo que te dijeron es verdad? Ponte furioso. Si no es verdad, considera que nunca fue dicho.” Esta es una verdad tan absurdamente simple que se cae por su peso. Sólo cuando te dicen algo cierto, te puedes sentir herido.

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3 comentarios

  1. Qué terrible experiencia, Mickey. En mi primer parto tuve un paro respiratorio porque una enfermera me puso algo en un tubo sucio con atropina. Sentí que morí, miré a las enfermeras y vi a una que me pareció inteligente y le clavé las uñas, resultó ser la doctora Manuela Yuen Chong de Gil que gritó: «estúpidas el tubo estaba sucio con atropina; paro respiratorio». Me inyectaron algo e inmediatamente me dormí. Cuando desperté después del parto de mi hijo Luis Eduardo, había un sol esplendoroso, pero estaba muy golpeada. Fue el 8 de diciembre, día de la Virgen Inmaculada, de 1967. Ella y la Dra. Manuela me salvaron. Mi ginecólogo aún no había entrado a la sala de cirugía. Era el Dr. Camilo Nevárez Vásquez.

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