29 marzo, 2024

Microcuentos II

Érase una vez una mañana nublada
Por donde irrumpió un agujero del cielo
Dejando entrar la luz preciada

Érase una vez un mar infinito
Que habitaba en unos ojos serenos
Buscaba una playa azul
Donde reposar sus sueños

Navidad en casa

Este año nos invitaron a pasar Navidad con mi familia que vive en Estados Unidos. La mañana del 25 de diciembre asistimos a misa y yo no pensé que sería una de aquellas misas que recordaré toda mi vida. A continuación reviviré lo acontecido durante esa hora de paz.

Entramos a la iglesia St. John. Es una iglesia blanca y elegante, muy acogedora. Dos árboles navideños decoran el altar y una voz melodiosa envuelve el ambiente. Los fieles se sientan entre familiares y extraños; unos destacan por la elegancia de sus vestidos de luces y otros por la sencillez de sus pantalones cómodos.

Cuatro de Diciembre

Me acuerdo casi completamente de este día hace exactamente nueve años. Tú exhalabas tus últimos suspiros, pero yo no lo sabía. Me habían dicho que te iban a poner una “inyección para quitarte el dolor” y que perderías la memoria. Nada más. La palabra “muerte” no figuraba en mi mundo de posibilidades. Uno no piensa que las despedidas pueden ser definitivas. Al menos a mi corta edad (12 años), yo lo veía como un comienzo. Algo así como reconquistar tu cariño y tu amistad. En el trayecto de mi casa al colegio planeaba mi futuro contigo, lo que haríamos, lo que haría para ganarme de nuevo tu corazón…

Entre las sombras y el silencio

Me duelen los dolores de mi hermano, de mi amigo, del hermano de mi amigo. Me duelen los dolores inesperados, los dolores que tardan y aquellos que llegan y no se van. Me duele el pecho y el corazón que llora en silencio. Me duele la muerte y el vacío que deja en mi lecho. Me duelen los colores, entre negros y grises, que pintan las lágrimas. Me duelen mis ojos abatidos por las penas y me duele la voz amordazada por las tragedias.

Siento cómo las espinas se incrustan en mis venas y cómo el sol abandona mi frente; la noche llega para acomodarse en mi mente y la luna se alza sin brillo ni suerte. El tiempo pasa y yo me detengo en las horas. Las horas que viví y las horas que callé. Aquellas que pasaron y yo las dejé pasar. Aquellas que me esperaron y yo tardé en llegar. Aquellas otras que se apresuraron y yo no supe cómo reaccionar.

Sensaciones

¿Será que la tristeza más profunda es la que no se expresa? ¿Que las lágrimas que no logran escaparse son las que más se lloran? Hay dolores tan grandes, tan grandes, que el cuerpo no resiste y por eso es el alma quien los sufre, entre las sombras y el silencio. Hay rostros tan apacibles, tan radiantes y, sin embargo, tan tristes. Es incomprensible cómo pueden convivir a la vez la alegría en el cuerpo y la tristeza en el alma. Sin chocarse, sin siquiera rozarse, fluyen paralelamente, como hermanas a la distancia, dichas emociones antagónicas.

Ocurre también que, por obra de azares desconocidos, cualquier mañana o tarde, también de noche, la tristeza viaja al cuerpo y la alegría visita al alma. Entonces el cuerpo conoce lo que es ser débil y el alma aprende lo que es ser joven. ¡Pobre alma que ignoraba la dicha! ¡Pobre cuerpo que repudiaba la desdicha! Condenados a lo suyo, acostumbrados a la costumbre, olvidaron que no hay lo uno sin lo otro, que lo dulce es más dulce sólo después de haber sido amargo.

Un corazón errante

En la calle veo algunas veces a un viejito caminar con una bolsa sobre la espalda y unos archivadores a la mano. Los años parecen haber encogido su cuerpo y ensanchado su espíritu. Luce el mismo pantalón oscuro y la misma camisa blanca todos los días, el cabello bien templado y la tez arrugada. En sus ojos cristalinos se reflejan los indicios de una sustancia acuosa que no se atreve a escapar; pareciera como si sus ojos estuvieran siempre llorando un llanto sin lágrimas. El viejito solitario camina por la tarde cuando arde el sol y camina aún por la noche con la luna de compañía.

Cada vez que lo veo brotan en el ambiente dos sentimientos muy humanos: compasión y ternura. Un día sentí curiosidad y le pregunté que cuál era su nombre. Jorge Luis, me dijo, y así inició nuestra amistad. Le dije que lo buscaría para tomarnos un café y conversar un rato. Al día siguiente fui a buscarlo en sus horas de trabajo. Se encontraba bajo un árbol saludando muy amablemente a los peatones y ofreciéndoles su producto. Me acerqué y lo llamé por su nombre. Que te llamen por tu nombre es para mí un gesto especial de reconocimiento. Parecía sorprendido y a la vez complacido. Él también me reconoció y sonreí por dentro. Lo invité a una cafetería que quedaba cerca. Nos sentamos en una mesa próxima a la ventana. Le pregunté que qué quería y me respondió automáticamente, como si lo hubiera anticipado ya en su mente: un pastel y un café americano.

La puerta

No hay mayor fragilidad que la de estar en medio de dos caminos y no saber cuál tomar. Estoy entre el límite de mantener mi tradicional yo, mi soledad elegida y mi adultez prematura o derribarlo todo y entregarme al amor, a escuchar a mi cuerpo, a atender a la niña interior que reclama su infancia. Estoy con un pie en lo seguro y otro en la aventura.

¿Debería intercambiar seguridad por libertad? ¿Sería una buena inversión? Estoy dividida, paralizada. Si tomo el sur, mi tierra de lluvias y silencios, mi hogar de tantos años; o si me aventuro hacia el norte, una tierra extraña, de su clima y su hospitalidad no sé nada.

Estoy en un dilema con el tiempo. Hay dos momentos muy tentadores, el pasado y el futuro. Se puede vivir eternamente en el pasado o se puede despojar de las cargas y abrir camino para el futuro. El pasado no es malo, no es bueno tampoco, pero es la única forma que conozco de vivir. Del futuro no conozco más que su incertidumbre y que podría ser mejor o peor que mi austero pasado. Parecería que la solución fuera simple: elegir lo seguro, lo conocido; no vaya a ser que si me arriesgo pierda más de lo que ya he perdido…

Con las alas heridas

Alguna vez alguien muy querido me dijo que todos tenemos una, o varias, heridas existenciales. Algo así como un pasado que no podemos soltar, una pérdida irremediable o un ejército de demonios internos que alteran nuestra integridad. Lo más lamentable de estas heridas existenciales es que no son dolores específicos, como decir “me duele la cabeza” o “me duele que me hayas mentido”. No. Éstas se apoderan de todo tu cuerpo y toda tu alma. Están en todos lados y no están en ninguna parte. Vienen y van, pero siempre están ahí.

Piensas que la vida es buena porque tienes una linda familia y un buen trabajo. Te sientes contento. Pero llega entonces la noche, ¡Ay de esa noche! Afuera hay una paz invernal y una quietud nocturna, pero dentro de ti bailan los duendes del malestar sinsentido. De repente te invaden sensaciones extrañas, gritos ahogados de dolores sin nombre y sin razón. ¿Pero qué demonios está pasando? Pues probablemente se trata de tu herida existencial. Le entraron ganas de visitarte, a la muy conchuda esta, ¡sin avisarte siquiera! Para recordarte que aún sigue vivita y coleando y que tienes que sanar. Tenemos que sanar.

¿Noventa y un años de qué?

Hace poco mi bisabuela cumplió 91 años. Celebramos su cumpleaños en un restaurante de ensueño, donde los peces hacían de techo y las paredes eran paisajes. Habían varias mesas alrededor de una mesa central donde estaban la torta y los dulces. Aquella era una torta especial decorada con naipes, las bolitas del bingo, una ruleta y demás sabores del juego; en representación de sus aficiones, pues ella ha sido siempre una gran jugadora. Del otro lado estaba la mesa del buffet saturada de carnes, pescado, ensaladas y risotto, para alimentar el cuerpo queriendo alimentar el alma; ¡y no lo sabemos!

Los invitados bebían y comían copiosamente en sus puestos. En sus rostros se reflejaba el alborozo del goce y la cercanía del encuentro. De vez en cuando se escuchaba una ruidosa carcajada y todos reíamos, aun sin saber de qué se trataba, para no desentonar el coro de la alegría. Entre los más jóvenes no podía faltar la tecnología y su capacidad para comunicarnos con los que están lejos e incomunicarnos con los que están cerca. Pero esa es otra historia.

Pasar por el corazón

La vida está llena de contrastes, pensaba ella mientras se dirigía a la misa de duelo. Era una tarde especial. Había estado en la casa de su amigo querido, celebrando su cumpleaños, y ahora estaba camino a la Iglesia para celebrar la muerte. Pasó de un ambiente colmado de arcoiris, de buenos libros y risas tímidas a un ambiente silencioso, solemne, reflexivo…

El sacerdote salió con paso sereno y el público entonó el canto de entrada: “Dios está aquí”. La ceremonia había comenzado. De vez en cuando se oía la sutil música de las lágrimas cuando caían, los rostros abstraídos, como volviendo a digerir una realidad que se les escapaba. El silencio traía consigo un baúl de recuerdos y el tiempo oscilaba entre un lejano presente y un cercano pasado…

Al momento de la homilía, el sacerdote bajó del altar y se paró frente a las almas dolientes, como buscando la cercanía, procurando un encuentro familiar. “Hoy vamos a recordar, dijo. La etimología de la palabra ‘recordar’ significa ‘Volver a pasar por el corazón’.” A la escucha de aquellas palabras sentimentalmente mágicas, los participantes volvieron a pasar por el corazón las memorias más alegres y las cualidades más nobles de quien en espíritu los acompañaba. Al finalizar la ceremonia, alguien recitó unos versos escritos entre lágrimas y pausas añorantes; una mezcla de dolor humano y heroica fe.

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