El preventivo ataque de Israel a Irán y el posterior bombardeo de EU a sus centrales atómicas han provocado comentarios adversos a la sustentación del uso de la fuerza. Algunos críticos ideológicos de Occidente han de facto defendido el fundamentalismo de un régimen que subyuga a su propio pueblo mientras altisonantemente aboga por aniquilar el Estado judío.
Es imposible apenas conversar, inimaginable negociar, con irracionales. Es una pérdida de tiempo que en materia geopolítica no equivale a necesariamente llegar a puntos muertos, sino más bien, incurrir en el gravísimo peligro de terminar en desventaja por inacción. El régimen de Jamenei, sin verdaderos aliados, ha constructivamente asimilado una significativa derrota ante Israel para más que nada evitar una inminente caída, aunque su desenlace final sea solo una cuestión de tiempo.
Las limitaciones diplomáticas son lamentablemente coherentes con un orbe en el que la supervivencia y la seguridad demandan acciones extremas, pero las inconsistencias y el doble discurso de los pro islámicos criollos delatan la podredumbre de sus retóricas tesis cuando sus propios capitales y recursos no apoyan a la República Islámica de Irán. El pragmatismo social de las masas, en el mundo occidentalizado con verdadero imperio de la ley, siempre se impondrá al fanatismo político-económico de las minorías, habiendo incluso cabida para aquellos desatinados con descalibrados sentimientos dignos de una proscripción ciudadana por simple incompatibilidad con la razón de ser y existir.
El problema no son los ayatolás en Irán ni los talibanes en Afganistán, sino el Islam mismo.
Si no les plantamos cara aquí y ahora, el día que menos lo esperemos, la bandera del califato ondeará sobre la cima del Panecillo.