Pongamos en contexto el tema, con la salida de la fiscal general del cargo y el riesgo o temor de que se elija a algún personaje cercano al narcotráfico que tire abajo lo poco o mucho que se ha logrado. Especialmente, es importante abordar este asunto para desmitificar la politización de la justicia y la judicialización de la política, fenómenos que perciben la ciudadanía y los usuarios de nuestra pobre administración de justicia, la cual, pese a contar con tecnología e inteligencia artificial, labora como el cangrejo, con serias desviaciones del ideal de separación de poderes diseñado por Montesquieu.
En Ecuador se implantó una carrera judicial burocratizada, secuestrada por el poder ejecutivo a través de la ocupación política de altos cargos judiciales designados por el CPCCS y el Consejo de la Judicatura, con poderes ilimitados para designar a las principales autoridades del país en los ámbitos de control de recursos: jueces, fiscales, superintendencias, etc.
La transición del Estado liberal de derecho al Estado constitucional de derecho ha supuesto un cambio sustancial en la concepción de la función judicial.
El poder judicial gana protagonismo frente al poder legislativo. En este nuevo contexto del Estado constitucional de derecho, la judicialización de la política (control judicial de procesos legislativos y exigencia de responsabilidades a cargos políticos, denuncias de lawfare, etc.) y la politización de la justicia han derivado en una degradación institucional tanto del Consejo de la Judicatura como del CPCCS.
La política, la justicia y la independencia de los jueces son asuntos que participan de la sustancia de un mito eterno: que ni el poder judicial, ni el legislativo, ni el ejecutivo pueden ser independientes del espíritu público nacional dominante. Por eso, las intromisiones en la carrera judicial en los gobiernos republicanos —o semi democráticos, como el caso de Ecuador— han sido constantes.
Hoy, en 2025, al hilo del debate sobre una posible reforma constitucional y la eliminación del CPCCS, o de restarle funciones y trasladarlas al legislativo, en mi opinión, no desaparece su contaminación política. Reaparece la sombra de Montesquieu y más de uno se pregunta: ¿qué tiene que ver el autor de El espíritu de las leyes con una organización como nuestro CPCCS y el Consejo de la Judicatura?
Para empezar, es preciso recordar que jueces y fiscales deben ingresar a la carrera mediante duras pruebas públicas, ascensos con reglas previsibles, con base en estudios de mérito y mediante exámenes competitivos. Sus sueldos y declaraciones juramentadas reales deben ser de conocimiento público, así como monitoreado su ingreso y salida de la función judicial.
Todo ello les permitiría ejercer su oficio con meridiana independencia. Una independencia que no es privativa de jueces o fiscales: de la misma forma se desempeña el profesor universitario al enseñar o escribir, el registrador de la propiedad al calificar un documento, el notario al dar fe pública de lo que le presenta el usuario (aunque no de su veracidad), el médico al aplicar la lex artis en el diagnóstico y tratamiento de un paciente, o los abogados que se incrustan en los colegios y federaciones como clubes de amigos.
Siendo esto así, ¿dónde está el problema? ¿Por qué se habla de la politización de la justicia y de la judicialización de la política?
Mi respuesta: porque hay determinados cargos judiciales a los que se accede mediante palanqueos y nombramientos en los que intervienen instancias de carácter político.
Estos cargos son, por ejemplo, los presidentes del Consejo de la Judicatura, de los tribunales de justicia, magistrados de una Corte Constitucional con tinte socialista en sus dictámenes, presidentes de tribunales superiores de justicia y de sus salas, presidentes de audiencias, magistrados de las salas civil, penal, contencioso-administrativo y electoral, competentes para causas que afectan a aforados, y un ejército de operadores de justicia sin capacitación previa que se convierten en trabas de los procesos judiciales.
Pues bien, solucionar esta anomalía —que viola el principio de mérito y capacidad— no es fácil, pero tampoco exige reformar la Constitución ni aprobar ninguna ley de altos vuelos. Exige únicamente cambiar un humilde reglamento del propio CPCCS, así como las reglas de selección del Consejo de la Judicatura y del CNE, y sustituirlos por otros que establezcan concursos ordinarios para la provisión de estas plazas discrecionales.
La otra opción es más radical. El lector lego podría preguntarse: ¿qué pasaría si el CPCCS, el Consejo de la Judicatura y el CNE —a los que tanto he citado— desaparecieran del mundo jurídico mediante una reforma constitucional? En mi opinión, el aire quedaría más diáfano y el paisaje institucional más limpio.
Lo que propongo para eliminar el mito de la politización de la justicia y la judicialización de la política es que los cargos de jueces y fiscales, una vez comprobada la regularidad de las candidaturas y realizada una comparecencia de los postulantes, se elijan mediante sorteo o elección universal.