“No hay muerto malo, ni novia fea”; una expresión coloquial que cobra mucho sentido cuando alguien ha entregado las herramientas, porque generalmente tenemos la tendencia de exaltar las virtudes, cualidades y logros después de que alguien ya no se encuentra terrenalmente con nosotros. Una especie de compensación. Aprovechamos para hablar bien de los muertos una vez que los hemos hecho pomada en vida.
La muerte de Pepe Mujica ha desatado una ola de elogios y panegíricos, llantos, golpes de pecho y dolor hipócrita, pero detrás de esta imagen idealizada se esconde un pasado tenebroso, especialmente ignorado en entrevistas o documentales.
Se unió a los Tupamaros, una guerrilla urbana que desplegó una campaña de terror bajo la excusa de luchar contra la injusticia. Robaron bancos, empresas y negocios a punta de pistola, llamándolo “acuerdo entre privados”, como si la retórica marxista pudiera justificar el uso sistemático de la violencia. Mujica fue parte de una estructura comunista que operaba en la clandestinidad, sembrando miedo y desconcierto.
Fue condenado por el asesinato de un policía y pasó 13 años preso, hasta su liberación en 1985, cuando el pueblo lo convirtió en víctima. Mujica transformó su pasado en un trampolín político, llegando a la presidencia sin haber trabajado formalmente nunca, sin haber creado un solo puesto de trabajo en su vida, vegetando del prójimo en semejanza a todos los izquierdistas del planeta.
Siendo presidente, ante una manifestación del pueblo en su contra, envió a la fuerza pública a reprimirlos duramente. Está grabado en video para la posteridad el momento en que un periodista le pregunta:
—¿Qué opina de las tanquetas atropellando gente, Mujica?
—¡Que no hay que ponerse delante de las tanquetas! —contestó.
Lo grave de su supuesto legado es que jamás pidió perdón por los crímenes del grupo al que perteneció, ni mucho menos por el asesinato del policía. Nunca reconoció responsabilidad ni lamentó públicamente el uso de la violencia. Jamás expresó arrepentimiento por sus crímenes, no pidió perdón a las víctimas ni a sus familias, manteniendo una postura inflexible hasta el día de su muerte.
Los medios internacionales lo presentan como ejemplo de humildad y sencillez, dentro y fuera de Uruguay, olvidando que su carrera empezó con una pistola, no con un discurso. Su ideología se forjó entre atracos y comandos armados, no en el parlamento. Demostró desprecio por la democracia liberal.
Su gobierno legalizó el aborto y la marihuana, pese a la resistencia de los tradicionalistas.
El aplomo, el sentido común —esto es, la capacidad de entender o juzgar de forma razonable—, la madurez y el talento se le desplomaron encima al atardecer de su existencia.
Queda demostrado que las virtudes adquiridas por la muerte tienen siempre un efecto retroactivo.