Como médico formado en tres continentes, he tenido la fortuna de conocer de cerca sistemas de salud muy distintos. Desde mis años como estudiante en Ecuador, hasta mi especialización en España y subespecialización en Estados Unidos, he aprendido que, más allá de la medicina de última generación, lo que realmente distingue a una buena atención médica es el trato humano.
Recuerdo que en la Facultad de Medicina en Guayaquil, los profesores insistían: “El 70-80% del diagnóstico se obtiene con una buena historia clínica”. La anamnesis, como la llamamos, es el arte de escuchar con atención, hacer las preguntas correctas y saber interpretar los silencios. En ella se explora todo: desde datos personales como la edad, el sexo, el nivel educativo y profesional, el estado civil, la situación familiar o incluso la religión, hasta detalles de la historia médica que pueden parecer insignificantes, pero no lo son. Porque entender el contexto, los miedos y la historia de vida de un paciente también es medicina.
Y todo esto se pregunta por motivos médicos. Porque un buen ejercicio clínico comienza escuchando. Hay que indagar con detalle en los antecedentes personales, quirúrgicos, familiares, alergias, medicación actual y pasada, hábitos tóxicos, entre muchos otros aspectos. A veces hay que saber sacar esa información con delicadeza, porque hay pacientes que han normalizado sus dolencias y responden “ninguna” cuando se les pregunta si tienen enfermedades. Otras veces, por negación o por haber superado situaciones difíciles como un cáncer, también responden “ninguna”. Pero no es responsabilidad del paciente saber cómo informar; es responsabilidad del médico saber cómo preguntar.
Esa base que aprendí en Ecuador me sirvió muchísimo cuando fui a hacer la especialidad en España. Durante cuatro años trabajé en uno de los mejores hospitales privados del país y, probablemente, de Europa. Ahí aprendí algo que no siempre se enseña en las aulas: la delicadeza en el trato con el paciente. La misión del médico no es solo resolver un problema clínico, sino brindar una atención humana, educada, cercana y cálida a la persona enferma que entra a una sala blanca y fría.
Aprendí de grandes psiquiatras españoles que lo más importante es tener un trato centrado en la persona, siempre con amabilidad. Antes de entrar a la habitación, tocaban la puerta, pedían permiso para pasar, se presentaban por su nombre y profesión, y saludaban por el nombre al paciente: “¿Don José, cómo se encuentra usted?” Esa es la buena medicina: un arte humano de empatizar con el doliente.
Tuve la fortuna de experimentar ese trato cuando, por una emergencia, tuve que ser operado en ese hospital. También lo viví cuando llevé a un familiar a tratarse por su cáncer. Desde el médico hasta el personal administrativo, todos mantenían una actitud profesional y humana. Se saludaba, se explicaba el procedimiento, se guiaba al paciente paso a paso, y se cerraba siempre con una frase amable: “¿Don José, tiene alguna pregunta?”. Es lo que cualquier persona necesita en un momento de vulnerabilidad: ser tratada con dignidad, amabilidad y claridad.
Más tarde me fui a Estados Unidos, a uno de los cinco mejores hospitales de América, para realizar la subespecialidad. Aunque las sociedades española y americana son muy distintas, ahí confirmé que el buen trato no es una cuestión cultural, sino ética. Además, aprendí a ser un médico aún más eficiente. En Estados Unidos, todo debe hacerse bien y a la primera: no solo por la calidad del sistema, sino también por la presión legal. Lo primero que destaca es la obsesión por la seguridad del paciente. Luego, la rigurosidad para explicar cada procedimiento y asegurar que todo esté comprendido y firmado. Y, finalmente, la eficiencia médica: aprovechar al máximo el tiempo para llegar rápidamente a un diagnóstico y ofrecer tratamiento. Allí también vi médicos brillantes tomarse el tiempo para explicar con calma, resolver dudas, tranquilizar.
Por todo esto, me costó asimilar la experiencia vivida hace poco en una de las clínicas “más prestigiosas” de Guayaquil. Acompañé a mi familiar durante siete horas en la emergencia y fui testigo de errores básicos de atención, falta de empatía, ausencia de comunicación y desorganización. Tristemente, me hizo recordar mis días como médico rural en un hospital público del país, cuando tenía que pedir disculpas a los pacientes por el trato descortés que recibían de algún personal administrativo, de enfermería o también por un médico. Pero esta vez no estábamos en un hospital público, sino en una clínica privada, costosa, con supuesta excelencia. Hay cosas que se aprenden en la universidad o en el hospital. Pero los valores, la cortesía, la humanidad en el trato al otro, se aprenden en casa. Y si no los aprendemos ahí, ninguna universidad, ni Salamanca, podrá enseñárnoslos.
Podría enumerar todos los errores y horrores que vi ayer, pero prefiero usar este espacio para recordar que sí hay otra manera de ejercer la medicina. Una medicina centrada en la persona, que no olvida que detrás de cada historia clínica hay un ser humano. Que si algún estudiante de medicina o médico joven lee esto, sepa que hay otra forma de ejercer la medicina en el mundo. Y que los pacientes y sus familias sepan que somos muchos los médicos que creemos en una práctica ética, empática y respetuosa. Porque el buen trato no es un lujo, es un deber.