Ser mamá es una tarea ingrata. Es sembrar con tu vida, sabiendo que esos frutos volarán lejos de ti. Otros disfrutarán lo que tú sembraste.
Así le pasa a casi todos los padres y madres del mundo. Hace tiempo que no se vive en clan, en tribu o en manada. Y está bien, porque es parte de la evolución de la vida. Todo tiene un ciclo, y lo más sensato es adaptarse a ello.
Tal vez eso es lo que se llama desapego… soltar.
No soy de las personas que gustan de usar el término “el nido vacío”. Me parece una frase sado-masoquista y falsa, además. Ya que, si se refiere a que los hijos se van, el nido no está vacío porque tú estás en él. Y, en el mejor de los casos, están dos, no uno.
La casa está con menos gente, sí. Las habitaciones sin personitas ahí, también. Pasó la época de los uniformes, las mochilas, las loncheras, los útiles, los deberes, los trabajos en grupo, los permisos para salidas, las reuniones de padres, las citas con los profesores, la entrega de libretas, el primer día de clases, el último día de clases… fiesta de graduación… universidad… graduación otra vez… adiós, mamá… y en algunos casos, matrimonio: adiós, adiós, tengo otra vida.
Casi todos lo vivimos y no tiene por qué ser doloroso. Hay un propósito más allá de ser solo padre o madre. Cada ser humano tiene que forjar su destino, descubrir para qué es bueno y vivir en consecuencia. Pero duele, es cierto. La casa vacía, sin tanta bulla, sin tener que esperar a que lleguen todos para cerrar la puerta. Y claro, decir que están papá y mamá, sí, pero después de tantos años juntos, también uno se aburre, por momentos. Los hijos hacen falta, mucha falta. Por más cercanos que sean. Una cosa es con violín y otra con guitarra, versa el dicho popular.
Sin embargo, en mi caso, queridos lectores, no es tanto la casa la que me duele ahora. Es Buenos Aires. Me acostumbré a visitar esa bella ciudad cada cierto tiempo, porque allí estaba Paula. Me esperaba en el aeropuerto, siempre feliz, y con todo programado para pasarla bien juntas, o juntos, cuando iba toda la familia. Siempre había un plan, ningún día se quedaba en el aire. Yo buscaba congresos, cursos, todo en Buenos Aires, porque así “mataba dos pájaros de un tiro”; sobre todo porque iba a ver a Paula.
Y cuando llegaba la hora de despedirnos, ahí estaba ella, con sus manitas blancas, flacas y largas abrazándome, diciéndome que pronto nos veríamos, que ya faltaban pocos meses para que ella viniera a Guayaquil… y con Gutis contábamos los días… Y Paula volvía.
Ahora ella se irá por otros rumbos, más lejos, ya que es modalidad nómada digital, viajera frecuente. Pero ni Buenos Aires ni yo estamos listas para esta nueva etapa. A Buenos Aires creo que no podré volver, porque de solo imaginarme estar ahí, parada en el aeropuerto sin esperar a Paula, se me hace un hueco horrible en el estómago. Pero, como “al mal tiempo, buena cara”, tal vez sea hora de pensar en más horas de vuelo, con tal de volverla a ver.
Padres y madres del mundo, yo una más entre tantos.
En fin, Buenos Aires sin ti tiene una pequeña lágrima que va cayendo, en aquel lugar a donde venden tu lasaña favorita y, claro, en aquellas calles que, en primavera o en medio del frío invierno, te vieron pasar. Te quiero.
Que certeras tus palabras y que tocan el corazón en lo más profundo ahí donde siempre estarán esos pajaritos que aprendieron a volar. Siempre pensando en que es bueno cambiar de «aires»