9 septiembre, 2024

Héroes y atletas

Los ecuatorianos hemos celebrado con profunda emoción las proezas de quienes destacadamente nos representaron en París. Concursar en Juegos Olímpicos es ya del pasado, hoy competimos por preseas de las que solo sus actores vivencialmente conocen del sacrificio engendrado en sus propias entrañas por la búsqueda de la gloria eterna. Los resultados hablan por sí mismos; nuestros medallistas lograron una reivindicación personal frente a las tribulaciones y carencias de un país desahuciado por sus hijos menos llamados para conducirlo.

Nuestros héroes Pintado, Morejón, Yépez, Palacios y Dajomes, en una conmovedora y sin precedentes gesta olímpica, son la infranqueable prueba de todo cuanto un país puede lograr, a través de sus hijos más preclaros, aún en medio de su propia penuria, cuando la determinación vence a la resignación y la esperanza se nutre de coraje. Superlativo, apoteósico, memorable.

Las medallas y el impacto sobre toda una nación demandan una mayor atención para que el futuro económico de nuestros deportistas no dependa del partidismo dirigencial. Lecciones y deberes sobre la participación nacional: 1. Todo es posible a pesar de las adversidades; 2. Lo conseguido es apenas el desafío para superarnos en Los Ángeles 2028; 3. Los dirigentes deben responder a la altura de sus responsabilidades, no por lo conseguido en marcha, lucha libre y halterofilia, sino más bien, por todo aquello que igual se pudo haber logrado en otras disciplinas. ¡Atletas, cúbrannos de esa grandeza que los políticos no pueden producir!

 

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Recuerdos de la Habana

Los recuerdos viajan en el tren de la memoria. Son pasajeros que aguardan su turno a la estación
de la conciencia, donde el pensamiento y la emoción hacen vibrar la experiencia.
Así es como termino pensando en Cuba, pues tuve la oportunidad de conocer dicha isla el año
pasado, cuando asistí a un Congreso de Psicología en la Universidad de La Habana; mas creo
firmemente que el verdadero aprendizaje se dio en la universidad de la vida. La probabilidad
de viajar a Cuba y no regresar con un corazón más humano o menos salvaje es indudablemente
remota.

Todavía me acuerdo de esa sensación de que el tiempo se detuvo en medio de aquellos vetustos
edificios, deteriorados y apagados, decorados únicamente con la ropa colgada para secar y las
caras inescrutables que se asomaban por el balcón. Abajo, en la calle, rodaban gustosamente los
coches clásicos americanos de los años 40 y 50, reanimando el insípido paisaje con sus vívidos
colores.

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