23 abril, 2024

Navidad todo el año y su Pecado

Son los momentos de mayor entusiasmo de la sociedad, cuando las campanas empiezan a sonar. Los árboles adornados toman protagonismo y aquel señor de largas barbas ancestrales te saluda en cada cuadra.

Ciertos individuos no se contentan con estos episodios, algunos se amargan y no desean más que pasar rápido. Es para mi complicado olvidar cuando de pequeño no podía controlar mi felicidad, esperando a que llegasen el 24 y el 25 de diciembre, nacía el niño Dios. Lo más importante, por triste que suene, eran los regalos, no a Él, si no a mi.

Pasa el tiempo y Navidad deja de volverse esa etapa de entusiasmo y se convierte en fechas de estrés. Aumenta el tráfico, las reuniones no dejan de manifestarse, hay que comprar los regalos, el dinero quizás para mucho no alance. ¡Ah! Cierto, también nace el niño Dios, lo decimos en voz baja, sin que nadie escuche.

El tiempo no para, y el cariño o amor que me implantaron hacía el niño Dios, lo llevo igual conmigo. Dejo a un costado la preparación para la venida de Jesús, pero nunca abandono la idea principal de todo, que si hay unión en esas fechas, que si el amor rebosa por la ciudad y los descuentos también en ella, es gracias a Jesús.

Finalmente llega el día del cumpleaños. Invitan a las personas, te arreglas, me arreglo, no me olvido del regalo, unos llegan en taxi, otros en su carro; llego puntual donde me inviten, saludo, nos reímos, agradecemos, comemos el postre, volvemos a reírnos, nos vamos. Pero ahí queda el anfitrión, sin un beso, sin una sonrisa, sin un abrazo, sin un ¡Feliz cumpleaños! ¡Gracias por todo!

Lentamente, lo opuesto a la Luz, va abarcando el rumbo de nuestro tren.

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Hace pocos días visitando la biblioteca de una entidad particular me fue mostrada una pintura del obispo José Vicente de Silva y Olave. Personaje guayaquileño que yo no conocía. Como llamó mi atención su importancia decidí que siendo nuestro coterráneo debía hacer un artículo para conocimiento de los lectores. Según el crítico de arte que lo analizó, se trata de una obra pictórica del quiteño Antonio Salas Avilés, realizada muy probablemente por un encargo de nuestro gran prócer José Joaquín de Olmedo, vinculado al obispo, no solo familiarmente sino porque en 1794 como Canónigo Magistral de la Catedral de Lima, dirigió sus estudios en la Universidad de San Marcos.

Se trata de las muy pocas obras que se salvaron de los numerosos incendios de Guayaquil, que ha sido conservado en su familia por generaciones. Rodolfo Pérez Pimentel escribe que: “Dicho cuadro estuvo por muchísimos años en la antigua Catedral de Guayaquil hasta que fue destruida en los años 20 para construir la moderna de cemento armado que existe hoy. Isabel María Yerovi de Matheus, presidente del Comité de Damas pro reconstrucción de la Catedral, lo envió a Clemente Pino Ycaza, quien lo lució en su Biblioteca.” Hasta que a su fallecimiento pasó a su hijo Clemente Pino Gómez.

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