8 diciembre, 2024

A propósito de Navidad

Soy católica, lo fui siempre, igual que mis papis, mis abuelos, los papás de mis abuelos. Igual que casi todos mis compañeros de colegio, universidad y trabajo.

Estudié en colegio laico primaria y secundaria, así es que me perdí toda la parte de la culpa, de los pecados, de las indulgencias plenarias, de las mandas y todo lo demás.

Tuve maravillosas vivencias en las comunidades católicas a las que pertenecí a lo largo de mi vida. Las de mi niñez y adolescencia en la comunidad de Pepe Gómez, en la ciudadela Ferroviaria en Guayaquil, muy vinculada a la celebración popular, a la reflexión del mensaje de Jesús en nuestras vidas. Pepe era un hombre sencillo, brillante, sus sermones eran clases de religión y de historia. Siempre pensé que se parecía a Jesús. Allí supe que tenía que ser sal, supe que podía caminar sobre el agua, supe que como el cobrador de impuestos me podía subir al árbol para llamar la atención de Jesús. En sus misas cantábamos música católica que puede llamarse de protesta, y no comíamos la hostia de fábrica, sino unas galletas hechas en casa que sacaban de una lata. Las canciones tenían sabor a Ecuador y a Latinoamérica, hablaban de lavanderas, de obreros, de oprimidos.  Durante la homilía los que allí estábamos podíamos opinar, reflexionar en voz alta lo que el evangelio del día nos decía.

En mi vida de universitaria ya vinculada a una comunidad católica de jóvenes (al movimiento de Schoenstatt) disfruté enormemente cantatas, advientos, novenas y tantas vivencias que me hicieron trabajar en mi corazón para que sea digna de recibir a Jesús en nochebuena. El alma de esos tiempos era la juventud feliz buscando hacer la voluntad de Dios, confiados en la Divina Providencia. Recuerdo una obra de teatro que hicimos con buenas amigas, justamente en la misa de gallo (frente al santuario). En esos tiempos compartí a una de las religiosas más auténticas que he conocido, la Hermana Eugenia María; ella me mostró la vivencia religiosa alegre y auténtica.

Ya casada y como mamá disfruté de muchos años de navidades, rezos de advientos, villancicos, panderetas y tambores, que alegraron muchísimo a mis hijos. La religión de ese tiempo de mi vida fue de estudio, autoconocimiento, autoeducación y conversión.

Con el tiempo empezamos a vivir dos navidades y dos experiencias de vida católica diferentes; la una en torno al Santuario de Schoenstatt rodeados de familias como la nuestra, concentrados en la autoeducación y en compartir las vivencias y educar a los hijos rodeados de una fe alegre, entusiasta, diferente a la religión culpabilizante que tanto se critica a la iglesia.

La otra realidad católica se daba todos los domingos y claro, la nochebuena también,  en una pequeña capilla en el Asilo de enfermos incurables AEI. Aunque era muy activa con los matrimonios amigos del movimientos, pensaba que esa visita semanal al AEI debía dejar una semilla de amor y de sensibilidad en el corazón de mis hijos. Los que allí asistíamos éramos como una comunidad de los primeros tiempos, nos teníamos mucho cariño. Sabíamos que practicar la religión es compromiso, es desafío para que nos incomodemos, para que demos un paso más de amor al diferente, al que nos cuesta, al dolor. Esas reuniones (me suena mejor que misa) para compartir la eucaristía eran una clase de religión semanal con el Padre Juan Ignacio Vara (igual que las de Pepe Gómez de mi adolescencia). Hablábamos de la ciudad, del prójimo, del compromiso, del país, de la valentía, de la coherencia.

Recuerdo especialmente las semanas santas, los advientos y las misas de navidad. Recuerdo que un año hicimos una obra de teatro y llevamos algo para compartir al final de la misa. Eran momentos conmovedores rodeados de los pacientes, sus familias y nosotros , los visitantes semanales.  

En esas misas y en esas navidades Juan Ignacio nos compartía una visión ecuménica de la fe, una visión que no encontraba en otras partes y que me hacía mucho sentido. Nunca me hizo gran sentido la UNICA religión verdadera, y las otras equivocadas. Y aunque casi nunca en toda mi vida tuve mucho contacto con personas que no fueran católicas, algunas con las que compartí eran maravillosas y no me parecían equivocadas, solo diferentes. Un día un sacerdote me dijo que los católicos no tenemos el MONOPOLIO de Dios. Eso sí que me hizo sentido. Pero sobretodo no soportaba una contradicción: resulta que hay un Dios Padre amoroso, que quiere a todo ser humano (creado a su imagen y semejanza), que nos ama pecadores o no, creyentes o no, nos ama, sin pedir nada a cambio… a todos. No me hacía sentido, y no me hace sentido aún hoy que Dios pida carnet cuando llegamos a su presencia después de morir: Si no eres socio del club no puedes entrar a mi amor.

Ahora vivo en otra ciudad, en la que conocí a creyentes y no creyentes (muchos). A indígenas con otras creencias que se sincretizan con el catolicismo, que creen en muchas cosas diferentes a lo que yo conocía. Mi primera reacción fue pensar que me desagradaba su necesidad de creer en tantas cosas, de tanta ritualidad, de celebraciones mágicas a los fenómenos naturales. Hasta que empecé a fijarme en lo que nos une, en lo que tenemos en común. Dios, el Ser Superior, Buddha, La Energía, La Vida, o como le quieran llamar está vivo en nosotros, cada vez que amamos, que nos respetamos, que hacemos algo noble y generoso por otro. Algún experto teólogo tendrá ganas de darme un cocacho, pero en el otro diferente, diferentísimo también encuentro la expresión del amor de Dios.

He aprendido que la religión es la expresión más hermosa porque nos permite reconocernos seres espirituales, trascendentes, poseedores de dones divinos, creados a imagen y semejanza de un Dios de amor. Que un solo mandamiento nos dejó el Señor “que nos amaramos todos como EL nos amó”.

Feliz Navidad!

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