18 abril, 2024

El Dorado del siglo XXI

Si nos adentramos en los episodios que la historia universal nos ofrece, encontraremos un raudal de casos en los que seres humanos, por uno u otro motivo, han abandonado su lugar de origen al encuentro de un mejor espacio para ubicarse. Pasó con nuestros ascendientes prehistóricos que partieron del continente africano hasta llegar a Europa.

Pasó también con muchas civilizaciones, perdidas en los anales de la historia, que buscaron nuevos recursos, nuevos refugios, nuevos asentamientos. Hasta donde llega mi alcance, me resulta imposible ponerme en la mente de esos predecesores nuestros y descifrar uno a uno los motivos que les indujeron a dejarlo todo y que desde luego no eran partidarios de ese dicho que dice “más vale lo malo conocido que lo bueno por conocer”.

Ellos prefirieron dejar lo conocido, fuera malo o no, y aventurarse por lo desconocido. Tuvieron que hacer mucho recorrido, pasar abundantes calamidades, ver cómo otros compañeros de fatiga se quedaban en el camino, para comprobar cómo sólo unos cuantos llegaban a destino. Qué difícil es preguntarse a tantos años vista de esos acontecimientos, si merecía la pena. Veamos un ejemplo más reciente, del siglo XVI, cuando antepasados nuestros, conquistadores españoles, quedaron embelesados al oír hablar del rey de una tribu que solía cubrirse con oro en polvo para ofrendarlo a los dioses. Esta leyenda unida a otros rumores y mitos, adornaron tanto el panorama aventurero, que los mismos conquistadores soñaban con un reino construido en oro, al que llamarían “El Dorado”.

Muchos españoles abandonaron su hogar, familia y demás bártulos y enseres, para embarcarse en una aventura dorada. Pues sí, este metal de tonalidad amarillenta utilizado desde tiempos inmemoriales para realizar elementos ornamentales y para acuñar monedas y que se diferencia de los demás por su escasez, su gran maleabilidad y su belleza visual, se convirtió en una de las mayores obsesiones del hombre, a quien le inculcó en su interior un fuerte sentimiento de codicia que le condujo al abismo. Y en el siglo XXI, existe aún “El Dorado”?.

Cuando visualizamos la época en que vivimos, el siglo de la modernización, de los grandes avances científicos y tecnológicos, de la globalización, del estrechamiento de distancias a través de los medios de comunicación, en lo que menos se nos ocurre pensar es que existan personas, seres humanos como nosotros, que al igual que nuestros ancestros sueñen con su particular “el dorado”, sean capaces de dejarlo todo, aún a sabiendas del riesgo que corren, por un impredecible mundo mejor. Pues sí, las hay, y muchas. Un caso lo encontramos en origen al sur del desierto del Sáhara, en la África profunda. Los llamados subsaharianos atraviesan el desierto del Sáhara en su camino a Europa.

Qué les lleva a nigerianos, cameruneses, congoleños y de otros países más allá del desierto a dejar su lugar de nacimiento, abandonar su familia y amistades, recorrer un camino tan largo y peligroso y terminar en la soñada Europa?, a cambiar la pobreza conocida por la incertidumbre del nuevo destino. ¿Qué es para ellos el nuevo metal preciado? Saben que van a recorrer cientos de kilómetros, muchas horas de viaje, apiñados en vehículos destartalados y sometidos a temperaturas extremas, sin apenas comida y agua, que se van a enfrentar al peligro irresistible de la muerte por deshidratación, que van a ser obligados, por las mafias de turno, a trabajar en los quehaceres menos deseables para poderse pagar el billete de los sucesivos viajes por el desierto, que podrán ser asaltados por los bandoleros de esos territorios, que podrán ser arrestados en alguno de los muchos controles policiales. Y en los momentos de descanso, unos y otros se contarán sus sueños, muchos de los cuales se encuentran sumergidos en las aguas agitadas del mar Mediterráneo, un mar que ha acogido en sus entrañas muchos secretos de estos subsaharianos.

A mí personalmente me resulta difícil asimilar que en este mundo tan globalizado y modernizado puedan ocurrir historias humanas así, tan cercanas en el tiempo y espacio que de alguna u otra manera te rozan y hacen pensar que podría ser protagonista de alguna de ellas y que supongo las afrontaría de igual manera que nuestros protagonistas, los subsaharianos. Quizá sea verdad que la vida se vive de forma cíclica, que los seres humanos no hayamos acabado de sentirnos satisfechos con nuestra historia, con nuestro legado y aprendizaje y que nos encontremos nuevamente al principio de todo cuando desde el continente africano nuestros antepasados emigraron hacia Europa.

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José de Silva y Olave

Hace pocos días visitando la biblioteca de una entidad particular me fue mostrada una pintura del obispo José Vicente de Silva y Olave. Personaje guayaquileño que yo no conocía. Como llamó mi atención su importancia decidí que siendo nuestro coterráneo debía hacer un artículo para conocimiento de los lectores. Según el crítico de arte que lo analizó, se trata de una obra pictórica del quiteño Antonio Salas Avilés, realizada muy probablemente por un encargo de nuestro gran prócer José Joaquín de Olmedo, vinculado al obispo, no solo familiarmente sino porque en 1794 como Canónigo Magistral de la Catedral de Lima, dirigió sus estudios en la Universidad de San Marcos.

Se trata de las muy pocas obras que se salvaron de los numerosos incendios de Guayaquil, que ha sido conservado en su familia por generaciones. Rodolfo Pérez Pimentel escribe que: “Dicho cuadro estuvo por muchísimos años en la antigua Catedral de Guayaquil hasta que fue destruida en los años 20 para construir la moderna de cemento armado que existe hoy. Isabel María Yerovi de Matheus, presidente del Comité de Damas pro reconstrucción de la Catedral, lo envió a Clemente Pino Ycaza, quien lo lució en su Biblioteca.” Hasta que a su fallecimiento pasó a su hijo Clemente Pino Gómez.

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