28 marzo, 2024

Un corazón errante

En la calle veo algunas veces a un viejito caminar con una bolsa sobre la espalda y unos archivadores a la mano. Los años parecen haber encogido su cuerpo y ensanchado su espíritu. Luce el mismo pantalón oscuro y la misma camisa blanca todos los días, el cabello bien templado y la tez arrugada. En sus ojos cristalinos se reflejan los indicios de una sustancia acuosa que no se atreve a escapar; pareciera como si sus ojos estuvieran siempre llorando un llanto sin lágrimas. El viejito solitario camina por la tarde cuando arde el sol y camina aún por la noche con la luna de compañía.

Cada vez que lo veo brotan en el ambiente dos sentimientos muy humanos: compasión y ternura. Un día sentí curiosidad y le pregunté que cuál era su nombre. Jorge Luis, me dijo, y así inició nuestra amistad. Le dije que lo buscaría para tomarnos un café y conversar un rato. Al día siguiente fui a buscarlo en sus horas de trabajo. Se encontraba bajo un árbol saludando muy amablemente a los peatones y ofreciéndoles su producto. Me acerqué y lo llamé por su nombre. Que te llamen por tu nombre es para mí un gesto especial de reconocimiento. Parecía sorprendido y a la vez complacido. Él también me reconoció y sonreí por dentro. Lo invité a una cafetería que quedaba cerca. Nos sentamos en una mesa próxima a la ventana. Le pregunté que qué quería y me respondió automáticamente, como si lo hubiera anticipado ya en su mente: un pastel y un café americano.

Y así, en medio de sorbos y silencios, me fue revelando su historia. Resulta que el viejito de la calle es un vendedor de archivos con más de cincuenta años trabajando. Él mismo elabora su producto; es muy creativo y le gustan los detalles. Por la calidad y la presentación puedo apreciar el empeño y el gusto del trabajo que nace de sus manos. Ha trabajado en algunos lugares a lo largo de su vida, pero su sueño, con más de 70 años de edad, es tener una papelería. No sabe si podrá cumplirlo por falta de presupuesto. Pero qué hermoso ha de ser llegar a esa edad y todavía tener sueños; sentir que la vida aún tiene algo bueno que darte.

Me contó que su trabajo le ha permitido conocer a gente muy amable que le ha demostrado compasión y que se siente muy feliz de la compañía y el calor de sus clientes que alivian su soledad y su tristeza. Todos los días pasa por la iglesia San José y habla con Dios y pide perdón y le agradece. Me agradeció a mi también y me regaló una pluma y me pidió que le escriba en un papel mi nombre para conservarlo. La magia de los pequeños detalles.

Salimos de la cafetería y lo acompañé a su puesto de trabajo. Nos despedimos como se despiden los amigos y me pidió desde el alma que no me pierda. Claro que no, le aseguré. Me fui alejando mientras él seguía repitiendo que no me pierda, que no me pierda… Mi corazón se encogía ante su dulce petición y se conmovía del viejito de la calle, de aquel lobo estepario que busca la compasión y el cariño de los extraños. Y caí en cuenta que dentro de muchos de nosotros hay un viejito solitario que deambula por las calles anhelando el consuelo de algún corazón errante…

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No hay comentarios

  1. La felicito, su nota periodística merece
    estar en un lugar especial de la ciudad,
    museo, centro cultural, casa de la cultura, las iglesias, colegios, universidades y como la Biblia en todo hogar, se me hace nudo mi cerebro, lo único que le digo es Bendiciones y Felicitaciones

  2. Perfecta acción de un corazón errante e intuitivo,que nos recuerda también que dando se recibe, una linda lección de humanidad para todos los lectores tuyos.

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