En una mesa redonda siete comensales ricos sentados comiendo dinero. Miles y miles en billetes, montones de billetes nuevos, rosados. Perfumados a riqueza, con el signo de su abundancia; listos y ordenados para ser devorados por la poderosa avaricia. La riqueza del dinero en papeles amontonados en todos los sitios del lugar. Regados en el piso, sobre la mesa, debajo, colocados sobre los escritorios. Bailando en el aire, pegados sobre el tumbado de mármol, en forma de columnas dividiendo las paredes y las paredes llenas de dinero sosteniendo las distancias y el tiempo, de los enriquecidos sin límites. Sentados sobre sillas de oropel y pergamino, en una mesa formando un abismo negro de oro para ser ingeridos por los siete exclusivos millonarios reunidos, quienes al no saber qué hacer con tanta riqueza en vida, han resuelto gastarlo todo comiéndoselo, tragándolo, sin importarles cuánto ni porqué ni para qué. Porque es lo único que hasta ahora nadie había intentado hacer y ellos decidieron lograrlo: sentarse a comerlo hasta morir. Del plato a la boca, sin mediar nada más, sin importar la digestión ni algún malestar que pueda ocurrir. Es más: morir comiendo dinero, eso es lo que quieren, eso es lo que van a hacer, eso es lo que están haciendo. Nada más les ha importado en la vida: hacerlo, ganarlo, multiplicarlo, quedárselo, guardarlo y ahora ya viejos y exóticos, sintiendo la ironía de la muerte cerca y al no poder vivir para siempre, ante la imposibilidad de ordenar que les metan su ambición en el cofre mortuorio y llevárselo al más allá, para contarlo y volverlo multiplicar, entonces morirán comiéndolo, para que a nadie les sirva, para no repartirlo, para que se pudra con ellos.