Ha sido desde siempre que el ser humano ha querido llevar una cuenta sistemática del tiempo para referirse a sus actividades. Los calendarios existen para medir las actividades humanas, y no al tiempo mismo, que según muchos entendemos no existe, así como tampoco existe el espacio, sino la unidad de medida que creamos como referente a la finita y limitada capacidad corpórea que aprisiona nuestra también limitada capacidad de entendimiento. Lo que digo nos acerca un poco a entender el concepto de lo infinito, que es algo que no tiene ni presente, ni futuro ni dimensiones tangibles. El infinito es un todo. Es, simplemente, un solo instante. Para no volvernos locos con este pensamiento, los humanos vivimos siempre en un ayer, un ahora y un mañana que hace referencia a la medianoche de cada día.
Y es así que dentro de nuestras limitaciones biológicas y física, saliendo de lo eso que va más allá, que es la metafísica, nos topamos con el Año Nuevo, que es una fiesta en la que se pacta el cierre de un anillo, definido con los rítmicos movimientos de los astros. Por eso nos embriagamos, encendemos fuego real o en artificios, nos abrazamos y volvemos a lo mismo, es decir a iniciar otra vez lo mismo. Así una y otra vez, hasta que morimos y ya el calendario no cuenta, aunque el tiempo sigue impertérrito e imperturbable viendo desfilar ante sí a miles de millones de humanos y gusanos.