29 marzo, 2024

La aceptación

Esta pandemia me ha enseñado a aceptar mi muerte. Los gatos aullando la muerte de lo establecido. Aceptar la fragilidad de la vida y aceptar que lo que «está» en otro momento cercano, ya no está, ni es. He visto la muerte y la muerte también me mira a mí. La muerte se paseó por todas las calles. Un día vi pasar a cinco personas cargando un cadáver en cuatro exiguas tablas. El muerto no decía nada porque los muertos nada dicen. Lo llevaban a un cementerio cercano a cumplir con el ritual de enterrar a nuestros muertos porque eso es digno. Todo el ambiente lleno del dolor de estos exiguos cargadores mortuorios. Seguí tras de ellos llevando conmigo un débil sentido de vivir. El virus con hambre y vestido de muerte. Luego me detuve y dejé que los vivos entierren a sus muertos y otros vivos sigamos con vida, descubriendo en el dolor nuestras ganas de vivir. Al día siguiente en la mañana, aparecen los mismos dolientes cargando a su muerto porque no lo habían podido enterrar porque a los pobres, la pobreza los sigue hasta la tumba.

Ahí entendí que los que habían muerto no querían morir ni tenían porqué morir, sino que así es la fatalidad. También se muere de pena y de negligencia e indiferencia. No bastó preguntar, ya estaba viendo; por tanto, ya sabía que cuando uno muere ya no hay espera ni esperanzas en este mundo.  Los vivos continúan esta agonía.

Estoy ahora en mi sombra buscando respuestas. Me he sentado en la piedra de todos los tiempos a recibir las respuestas que espero no demoren. ¿Cuál es el misterio: la luz o la sombra? ¿Vivimos en la sombra? ¿Quién sabe lo que viene? Todos por igual estamos ante el mismo pavor de lo venidero. ¿Es posible tener esperanzas?

Los gatos echados a mis pies ya se han ido y hay silencio. Somos sobrevivientes. ¿Qué será lo que viene? Tiemblo y me siento a esperar que nació con el tiempo. Veo mi soberbia. No sé lo que viene, pero viví lo que originó lo que viene.

Hoy han venido a tomar pruebas del virus. Todos en casa: negativos. Con la vela del optimismo me he encendido la cabeza y los pies. Me he convertido en una vela de doble fuego. Fuego arriba; luz abajo. Así el virus me deja en paz y en paz estoy. Paz para todos. La aceptación es paz. (O)

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Paula-dijo el padre Zambrano-quiero que me presentes a ese chico que quiere vivir debajo del puente.

Paula sonrió. Sabía que el padre Zambrano le estaba hablando de su hermano Victorino. Ella le había contado al sacerdote sobre las intenciones que tenía Victorino de “irse a vivir debajo del puente”…

A los quince años de edad, Victorino, se había planteado la futura creación de un grupo de seguidores de Cristo a quienes llamaría: “los predicadores callejeros”. Jóvenes que lo dejarían todo. Y, a la manera de Francisco de Asís, vivirían en la pobreza cumpliendo el único oficio de predicar el Evangelio. En su vida de pobreza, se mantendrían de limosnas y comerían sobras. No tendrían una casa. Así que siguiendo el ejemplo de su patrono de Asís, descansarían, si acaso, sobre un saco de papas y bajo el amparo de un puente.

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