24 abril, 2024

El Rey Midas

Midas, fue un rey de Frigia que gobernó en el período entre el 740 y el 696 antes de Cristo; veamos que lección (por analogía) sacamos de él.

Se casó con una griega, luego mandó un regalo al santuario de Delfos. Tenía todo lo que un rey podía desear. Vivía en un hermoso castillo rodeado de grandes jardines y bellísimas rosas. Era poseedor de todo tipo de objetos lujosos y se había apoderado de todo el poder y rodeado de borregos.

Se apoderaba de todas las riquezas que sus “plebeyos” esclavos podían producir y aun así no se rellenaba. Otros eran tan tontos que quedaban contentos con las sobras que a cuentagotas repartía

Aún repleto de riquezas, Midas pensaba que la mayor felicidad le era proporcionada por el oro y el poder del que se apropiaba. Comenzaba sus días contando monedas de oro…

Le gustaba insultar y se reía… se reía y tiraba las monedas hacia arriba para que les cayeran encima en forma de lluvia. De vez en cuando se cubría con objetos de oro, hacia bravatas y se reía feliz como un bebé; sin ver el daño que causaba.

Cuando el dios, muy agradecido, le dijo: “Me has dado tal placer que quiero hacer realidad cualquier deseo que tengas”. Midas respondió inmediatamente: “Deseo que todo lo que toque se convierta en oro”. Demagogo, el dios, frunció el entrecejo y le dijo: “¿Seguro que deseas eso?”

A lo que Midas respondió: “Seguro, ¡El oro me hace tan feliz!” En definitiva, Demagogo, como se conocía al dios, contesta reacio: “Muy bien, a partir de mañana todo lo que toques se transformará en oro”.

Al siguiente día, Midas, se despertó ansioso por comprobar lo que Demagogo le había prometido. Extendió sus brazos tocando una mesita que de inmediato se transformó en oro. Midas, ¡saltaba de felicidad! Continuó comprobando… tocó una silla, la alfombra, la puerta, la bañadera, un cuadro y siguió corriendo y dando saltitos como un loco por todo su palacio hasta quedar exhausto y al mismo tiempo ¡contentísimo!

Se sentó a desayunar y tomó una rosa entre sus manos para respirar su fragancia. Pero… al tocarla se había convertido en un frío metal. “Tendré que absorber el perfume sin tocarlas, supongo”, pensó desilusionado. Se le ocurrió comer una uva, pero casi se quebró una muela al morder la pelotita de oro que cayó en su boca. Quiso comer un pedacito de pan; sin embargo, estaba tan duro lo que antes había sido blandito y delicioso.

Un traguito de vino, quizás… pero al llevar el vaso a la boca se ahogó tragando el ¡Oro líquido!

Los cortesanos reverentes que vivían con él, dando saltitos por las diferentes sillas de la mesa del dominio; que incluso iban hasta al baño para aplaudir el nauseabundo olor, lo limpiaban cariñosamente con sus pañuelitos de seda, o la lengua de ser necesario. Empero, al no ser inteligentes ni tener personalidad, ellos y sus compinches saciaban su glotonería haciendo negocitos a las espaldas del “reyecito”… Especialmente al que llamaban “Pavo Real” por su forma de ‘pavonearse´

Adquirían Ábacos a diestra y siniestra pasando facturas a precios pasmosos; creaban lugares de entrenamientos para las Olimpiadas, sin terminarlas y auspiciando a los más inútiles; se tomaban el dinero de los ancianos; puentes donde no había ríos (porque los otros se le caían); compras inexistentes… Y así, ¡Todo tipo de fechorías!

Finalmente Midas terminó escondido en un paraje desconocido. De sus yuntas: salieron cabizbajos de los palacios, todos buscando nuevos amos y cantando con voz blandengue: Te juro que yo no fui.

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