25 abril, 2024

In Memoriam

Una forma de honrar los valores ancestrales que queremos preservar en nuestra ciudad, es recordar a quiénes los practicaron a lo largo de su vida. Hoy lo hacemos recordando precisamente a un amigo que hizo de ésos valores su bandera.

Dicen las Sagradas Escrituras en el Libro del Eclesiastés, que “más importante es el día en que se muere que el día en que se nace”. Así debe ser puesto que es el día en que somos llamados, como nos enseña una parábola del Evangelio, a rendir cuenta sobre qué hemos hecho con los denarios que se nos entregaron al nacer. Hace un año, hoy exactamente, le tocó presentarse ante el Señor, a uno de los amigos más inolvidables e irremplazables que la vida nos concedió a varios guayaquileños y es un honroso deber el enaltecer su memoria.

A Pablo Arosemena Arosemena, nuestro querido Pabucho, le fueron concedidos muchos denarios, quizás incluso más de lo que muchos imaginamos, y él, honrando la memoria de sus nobles ancestros, hizo fructificar esos denarios y devolvió muchos, muchísimos más. Sin embargo, los denarios que Pabucho recibió y devolvió no fueron de naturaleza material, no fueron riquezas terrenales, en su caso más bien fueron todos de naturaleza espiritual. Fueron valores éticos y morales y sobre todo amor, mucho amor.

Amor por sus seres queridos y familiares, sin límite ni condición, y amor también por sus amigos. Una antigua definición del amor dice que “…el amor es paciente, afable, no tiene envidia, no presume ni se engríe, no es grosero ni egoísta, no se irrita, no lleva cuentas del mal, no se alegra de la injusticia, sino que goza con la verdad. Disculpa sin límites, cree sin límites, espera sin límites, aguanta sin límites. El amor no pasa nunca…”. Ese es el amor que Pabucho repartió hasta el último instante.

En cuanto a sus valores éticos y morales, hablar de ellos resulta casi una redundancia, porque decir Pabucho era, es y será, decir honor, dignidad, lealtad, decencia, solidaridad y honestidad, virtudes todas sobre las que no solía pontificar pues como auténtico hombre justo, no era afecto a dar lecciones morales ni éticas, simplemente enseñaba con el ejemplo y la praxis diaria, tal y como su auténtico y genuino señorío se lo imponía. Tanto las practicaba que se convirtió, moralmente hablando, en un sólido e inamovible peñón de Gibraltar, que con el poderoso faro de su ejemplo ayudaba a encontrar la ruta a quién lo necesitaba, y junto con Pilar, formó ése bello e irrepetible hogar que fue una apacible y acogedora caleta de mansas y cálidas aguas en las cuales sus seres queridos y sus amigos podíamos buscar refugio en tiempos de tormenta. Y yo doy fe de ello pues más de una vez, en momentos de dificultad, encontré en ése remanso, la paz y el afecto que necesitaba.

Supo capitanear la nave de su familia, como tantos otros tantos guayaquileños ilustres, mantenerla siempre en la ruta debida y llevarla a puerto seguro, sin importar cuán fuertes fueran esas tormentas que enfrentó, como todos enfrentamos de tarde en tarde en esta vida, tormentas que a veces arrecian tanto que pareciera que superarán nuestras fuerzas. Lo que en él a ratos parecía terquedad, hoy vemos con claridad que no era otra cosa que la fuerza poderosa de sus convicciones.

Su proverbial coraje hacía que no flaqueara jamás. En su última carta mencionó canciones de Frank Sinatra y de José José. Le faltó mencionar una en especial que no era de ellos pero que él y Pilar me enseñaron a valorar hace algunos años. Es una canción que habla de un …”maravilloso corazón, nuestro compañero en los caminos de la vida, siempre a nuestro lado en esas horas de tristeza, siempre con nosotros en los momentos de alegría…”. Añadía Pabucho, y ése era el mensaje que me transmitía, que gracias a su maravilloso corazón, no se había rendido nunca. Como podrá ahora ver desde arriba, éste querido e inolvidable amigo, sembrador de sueños y de afectos, ésa semilla que él y Pilar sembraron en mi alma hace ya tantos años, fructificó y hoy rinde frutos en forma de recuerdo, para que yo la cite en su memoria.

Heredero de una noble estirpe, que inobjetablemente tanto ha dado y contribuido a la Historia de la Ciudad y de la República, jamás se envaneció por ése legado sino que más bien siempre supo atesorarlo con sencillez y con sobria hidalguía. Parecería ser que eso le inspiró un sano orgullo que devino en obligación moral, clara y lúcidamente sentida, en una responsabilidad que él sentía llevar sobre sus hombros, la de honrar la memoria de sus antepasados por la nunca fácil vía de aplicar en todos y cada uno de sus actos, las virtudes heredadas en la cuna.

En él se hacía realidad aquella célebre frase de su tío, el Dr. Carlos Julio Arosemena Monroy, que afirmó alguna vez que “…ser Guayaquileño es una actitud frente a la vida y una decisión ante la muerte…”. Indudablemente Pabucho cultivó todos los valores del más genuino guayaquileñismo cuya vigencia hoy muchos intentamos defender, y ante la muerte tuvo una serena y muy valiente actitud, tal y como me lo demostró casi un año antes de su partida, pocas horas después de recibir la confirmación de la terrible sentencia que marcaba la etapa final de su existencia terrenal, en que sostuvimos una breve pero profunda conversación sobre la vida y la muerte y en la que, como constaté después, él esbozó los fundamentos de lo que sería esa maravillosa carta de despedida que le dejó a su familia y que gracias al desprendimiento y afecto de ellos, muchos hemos podido compartir.

No fue muy largo su camino a Itaca, como dice el poema de Cavafis, fue más corto de lo que hubiéramos deseado sus seres queridos y sus amigos, pero sí fueron muchas sus mañanas de verano y siempre vivió una vida intensa. No hay duda, y me remito nuevamente a su última carta, que el suyo fue un hermoso viaje y así lo sintió hasta el final, aún por encima de sus sufrimientos.

Estas meditaciones me llevan a comentar sobre el aspecto de su vida sobre el que puedo hablar con más propiedad pues es uno de los que más conozco: su forma de cultivar la amistad.

Las mismas Sagradas Escrituras ya citadas, dicen en el Libro de los Proverbios que “…algunas amistades se rompen fácilmente pero hay amigos más fieles que un hermano…”, y Pabucho fue una prueba viviente de ello. La amistad con él no se rompía fácilmente y sabía ser más fiel, leal y solidario que muchos hermanos. La amistad con él era por siempre y para siempre, más fuerte e incorruptible que el oro y el acero.

Decía el poeta brasileño Vinicius de Morais que “…la gente no hace amigos, los reconoce…”. Ya no recuerdo con exactitud el momento en que él y yo “nos reconocimos”, sé positivamente que han transcurrido casi 30 años, larga travesía que hicimos juntos, incluso en una buena parte del trayecto y por esos avatares de la vida, geográficamente lejanos pero siempre espiritualmente cercanos, y eso nos permitió compartir lo que comparten los amigos y los hermanos: angustias y gozos, éxitos y fracasos, tristezas y alegrías, y en fin, todo aquello que los seres humanos vamos compartiendo a lo largo de la vida, incluyendo por cierto nacimientos y bautizos, matrimonios y entierros de seres queridos y de amigos comunes, y es precisamente ése compartir de todos los aspectos alegres y tristes de la vida lo que va cincelando, martillazo a martillazo, el afecto que va uniendo inseparablemente a las personas.

No tengo palabras para describir cuán sentido y profundo llegó a ser ése afecto que nos unía a nosostros y a nuestras familias, pero creo que no es necesario definirlo con palabras porque los sentimientos que anidan en nuestros corazones hablan por sí solos. Sólo cabe recalcar que las amistades trascienden las generaciones en lo que quizás es uno de los aspectos más bellos de la amistad, unido a una siempre triste pero benéfica nostalgia, en lo que constituye el privilegio que se tiene a veces de poder ver un amigo y saber que nuestros abuelos fueron amigos y/o que nuestros padres lo fueron, y que más abajo en el orden de la vida, nuestros hijos lo son y también lo serán nuestros nietos.

La llama de la amistad no se apaga nunca, ni siquiera con la muerte. Como dice una vieja canción, “…cuando un amigo se va, queda un tizón encendido que no se puede apagar ni con las aguas de un río…”. La ausencia corporal del amigo no impide que la amistad se mantenga, y de hecho, a medida que avanzamos en el camino de la vida, al volver la vista atrás, como escribía Machado, para ver la senda que nunca volveremos a pisar, vemos cada vez más tizones encendidos que a modo de hitos recordatorios señalan el que ha sido el camino de nuestra vida y que nos recuerdan a los seres queridos que nos han ido dejando. Finalmente también nosotros seremos tizón encendido en la vida de otros.

Extrañamos y extrañaremos tu presencia y tu sonrisa, irremplazable y noble amigo, que como escribí hace un año, iluminará el resto de nuestras vidas. Te prometemos esforzarnos para ahuyentar la tristeza y seguir tu ejemplo de entereza y valor. Pero te conjuramos, como Miguel Hernández en su Elegía, a que nos esperes, ¡ porque tenemos que hablar de muchas cosas, compañero del alma, compañero !

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No hay comentarios

  1. Mario:
    La amistad tiene diferentes niveles. La tuya con Pabucho siempre fue la de la más alta escala. Hasta el último momento te portaste con él, como pocos amigos lo hacen. Te preocupaste de conseguirle la ayuda clínica en Lima y estuviste a su lado y esposa, mientras duró su tratamiento en Perú.

  2. Efectivamente mi tio Pabucho es uno de esos hombres que sirven de ejemplo para las generaciones. conociendo siempre el camino del bien y el mal siempre escogio el primero.

    Una persona intachable que con su manera de actuar demostraba como debe comportarse un buen ciudadano.

    Una persona muy virtuosa que lograba mantener la calma y la alegria incluso en los momentos de adversidad, y ver la vida de un modo positivo.

    Los que lo conocimos no lo podremos olvidar. Ahora esta junto a su madre en las manos de Dios.

    Se le entrana tio.
    CBA

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