19 abril, 2024

De Ida y vuelta

Iba en el taxi rumbo al aéreo puerto de Ezeiza en Buenos Aires, de vuelta a casa, y alcancé a ver en una esquina a una mendiga, pobre mujer que a pesar de su miseria me pareció ser muy organizada. En la esquina que aparentemente es “su casa”, tenía unos cordeles amarrados en sus extremos, de donde colgaba su ropa en completo orden. Tenía también grupos de periódicos colocados a los lados de la vereda, unas cajas y un tapete (en el que ella estaba sentada). Frente a ella, el momento en que la vi, había una maletita en la cual apoyaba unos cuadernos. En una de sus manos tenía un libro y en la otra mano un lápiz. Alcancé a ver que la mendiga leía luego subrayaba. Nunca es tarde para estudiar, pensé y no existe lugar inapropiado si queremos superar nuestras limitaciones.

Mi lugar para superar las limitaciones estaba a punto de ser abordado: el avión.

Pero antes de ese momento “de vuelta”, hubo otros “de ida”, los cuales voy a compartir.
El día de mi partida hacia Buenos Aires aún no tenía el libro que me iba a acompañar en el trayecto. Llevaba si un librito de bolsillo “Vivir sin miedo” del yogui Paramahansa Yogananda, quien me ha enseñado, a través de sus escritos, que no debo abrirle la puerta al miedo porque es un sinsentido limitante, y que como hija de Dios a nada debo temer. Pero me faltaba el libro grande, me decidí por un Nobel, “El Museo de la Inocencia” de Orhan Pamuk, libro que me había recomendado Henry Raad, meses atrás.

El vuelo de ida hasta el aéreo puerto Jorge Chávez en Perú, fue un poco movido y puso a prueba mi serenidad, sobre todo mi confianza en Dios, en las Flores de Bach que estaba tomando para bloquear el shock del avión, en el denario para mis rezos del Rosario y en mi credulidad ante las palabras de Yogananda, que no cesaba de leer. Me tocó abordar luego otro avión, el del destino final Buenos Aires. Fue un viaje confortable. Llegué cansada, casi a la una de la mañana, sin ánimo de nada, me saqué las botas de “fórmula uno” que uso en viajes de este tipo, y me acosté, me quedé dormida.

Al día siguiente al salir de mi habitación para ir a desayunar, me di el susto del siglo, al final del pasillo había un tipo mirándome fijamente con una sonrisa media tétrica en su cara; tarde dos segundos en reaccionar dándome cuenta de que era una foto del tamaño de una persona. Al entrar al ascensor me encontré literalmente con Eva Perón (una foto similar a la anterior), la salude y aplasté PB, sintiendo que no estaba sola mientras descendía a la Planta Baja del hotel. Desayuné y subí a mi habitación para recoger algunas cosas que iba a llevar conmigo, como subí por el otro ascensor fue otro “mi acompañante”: Albert Einstein con su fórmula tradicional, su abrigo y su sombrero.

En la recepción del hotel pedí todo el “santo y seña” de las direcciones a las que debía llegar y por supuesto solicité información sobre la iglesia más cercana. Me hablaron de la iglesia de La Piedad. Di con ella, luego de algunos malabares de orientación, en mi libretita de cartera anoté los horarios de las misas y me organicé mentalmente para volver a la misa de las siete de la noche.

Una de mis características es ser desorientada; salí del hotel cuarto para las siete y me encaminé a la iglesia de La Piedad. Como el camino no se me hacía conocido, pedí información, con cierto temor al hablar, les voy a decir porqué. Cuando he estado en Argentina, me ha parecido no estar en Sur América; me da la impresión que al hablar en español, no me van a entender, porque la gente de ahí habla otro idioma, el idioma “argentino”. Por eso mi temor al preguntar sobre la iglesia. Me indicaron que estaba cerca, “caminá dos cuadras y cruzá al frente, ahí está la iglesia piba, no hay pierde” Hice tal cual. Llegué a otra iglesia, la iglesia del Salvador, de los padres jesuitas.

Entré y mientras estaba sentada en una de las bancas posteriores, sentí la mirada de alguien. Ese alguien era un sacerdote, ya mayor, que me recordó a un querido sacerdote jesuita de la iglesia San José de Guayaquil, el padre Galéaz. Me paré y fui a su encuentro. Me puedo confesar, pregunté. “Y, si alguien se me arrima, yo confieso” me respondió con su acento argentino. El sacerdote se sentó en una silla y una tabla lo separaba del confesante, de mí. De rodillas confesé mi falta. El sacerdote, siempre con su sonrisa y su mirada inquieta pero tranquilizadora, me dijo: ¿De qué tienes que agradecerle a Jesús? De todo, dije. Le doy gracias por la vida, por mi familia, por mi fe. ¡Ah! Por tu fe, esa es la palabra clave. Después de hablarme sobre el tema y absolverme de mi culpa, me contó la historia de unos mártires argentinos, la reliquia de uno de ellos la tienen en esa iglesia. Me dijo que para enriquecer y embellecer el lugar a donde descansa la reliquia del mártir, un sacerdote había elaborado una imagen de la Virgen Dolorosa “del colegio”, de Ecuador. Les copiamos, me dijo. Mientras él hablaba yo sacaba de mi billetera la estampita de la Madre Dolorosa “original” y se la mostré. Al despedirme le dije que volvería para escuchar la misa diaria en su iglesia, y lo felicité porque en realidad es una iglesia antigua y muy bonita. “Pero no tanto como la de la Compañía de Quito” acotó el padre. Bueno, dije yo, esa es toda de oro. Sonreímos y salí de ahí llena de una inmensa paz.

En los demás días fue ahí a donde tenía mi encuentro personal con Jesús sacramentado. En Buenos Aires, fui a lo que fui, y logré mis metas. En medio de todo el trabajo que era intenso, me di tiempo para caminar y comprar algunos suvenires para mi familia. Además descubrí tiendas de películas “solo clásicos”. En una de ellas encontré una de mis favoritas, “El pasajero de la lluvia” la única película en donde Charles Bronson se me antoja sexi y encantador.

Ya de regreso a Guayaquil, antes de abordar mi primer avión, el de la parada en Lima, fui “mil veces al baño” por mi ansiedad de vaciar completamente la vejiga, para no tener que ir al baño en el avión. Mientras yo estaba en eso, una mujer muy entusiasmada cantaba a voz en cuello, “mi niña bonita, mi dulce princesa…”. La verdad, envidié ese ánimo desconocido para mí cuando soy pasajera dentro del aéreo puerto.

Llegando a Lima, me enteré que el vuelo para Guayaquil estaba cancelado y que debía esperar hasta las tres de la mañana al siguiente avión. Eran las nueve de la noche. En medio del griterío que armaron los demás viajantes, yo hice la llamada de rigor, anunciando a mi familia que no me esperen hasta el día siguiente. Traté de conciliar el sueño en la sala VIP, que nos ofrecieron los de la línea aérea. Fue imposible, unos españoles, que viajarían en mi mismo avión, hablaban a viva voz. Por sus gritos logré enterarme que se trataba de los músicos de Alejandro Sanz, quien daba un concierto en Guayaquil al día siguiente. Era tal el cansancio, que yo estaba como suspendida en el vacío. No se me ocurrió pedir entrevistas o simplemente tratar con ellos algún tema informal, hubiera sido buen material para alguna crónica. Pero cuando las cosas deben suceder, suceden, solo debemos estar atentos. Yo estaba perdida en el cansancio del viaje. Ellos intentaron acercarse a mí con una que otra sonrisa y una que otra mirada cortejante. Yo “ni bola”. Cuando subimos al avión, uno de ellos “se encargó “de mi equipaje de mano, ubicándolo en uno de los compartimentos.

Al llegar a Guayaquil, el mismo encargado me devolvió mi equipaje. Con un gracias a secas, di por terminada “nuestra amistad”. Así, estoy de vuelta, viendo por partes “El Pasajero de la Lluvia” y escuchando (y viendo) “argentinofilamente” videos musicales de grupos argentinos de los años setenta. De los cuales comparto con ustedes, “Si me ves volar” de los Tíos Queridos; “La chica de la boutique” de Heleno y una más moderna, “La Canoa” de la banda de Bruno Alberto.

La noche de regreso una luna llena fascinante me despertó cuando, de regreso, me había dormido en el avión, “clavando su mirada” en mi alma. De ese encuentro nació una poesía. Sin ser poeta, pienso que no quedó mal, y con ella, termino mi relato:

“Todo el tiempo mirando la luna, su solidez y su belleza.
Mientras la miraba, mis ojos iban más allá.
Contemplaban tu alma.
El brillo de tu mirada ardía en mi corazón.
La dulzura de tu sonrisa, me envolvía por completo.
La luna inmutable seguía ahí, en su celeste morada.
Mi espíritu contagiado por la felicidad de su presencia, decía tu nombre en silencio.
Permaneció y permanece, embelesado en ti.
Siento el sonido de tu respiración cerca de mí.
El aroma de tu vida me impregna por completo.
No estás lejos. Tu mirada, una y otra vez, con suave ternura permanece en la mía.
Aunque te escondas, nos hemos encontrado. La luna es mágica y su hechizo nos envuelve.
Tú vives en mí. La angustia ha terminado”.

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