19 abril, 2024

La caída de un presidente

Si entendemos por democracia una organización social en donde hay amplias y generosas posibilidades de vivir un destino creativo, desde un referente colectivo para la formación individual de cada integrante, en un contexto de justicia y libertad, es necesario aclarar que tal situación no existe en ninguna parte del planeta tierra.

Ni en los llamados países del primer mundo. Peor en los calificados despreciativamente como tercermundistas. ¿Qué aceptamos y defendemos tanto, entonces, cuando reclamamos por un modo de vida democrático? Antes que nada, la actividad eleccionaria, mediante el voto aupado desde las masas pero atraído por el personalismo de los candidatos, con o sin línea doctrinaria partidista, sólo ha generado una chata participación ciudadana. Situación, por cierto, estructurada en el clientelismo político enredado en mafiosas, delictivas e inmorales gestiones económicas.

¿Resultados? Todo candidato triunfante, ya en funciones, está obligado a cancelar con cargos estatales, contratos de obras públicas y tramites de influencias la factura pendiente de pago por los votos recibidos. El estrato popular, incluso, más sometido a la dependencia ideológica estatal, está convencido mayoritariamente, que la democracia no es más que votar en elecciones a favor de alguien, o en blanco o nulo. Luego de eso, el elegido puede hacer lo que “bien quiera o pueda” con su oferta de campaña, los dineros públicos o el poder que acumula. Después, casi todos marginan su preocupación del Estado hasta… las nuevas elecciones. Si estas se han realizado, sin graves problemas, con alguna continuidad, la democracia sigue en vigencia. ¿Hambre, miseria, desocupación? Sí. También continúan. Pero en democracia…

La defensa en tanto democracia, en tales situaciones, tiene que ver con todos los eventos válidos que acerquen la realidad social, con mayor dinamismo, certeza y coherencia, a la definición de la exigencia del deber ser de dicha democracia. Toda acción en contrario, vestido de cualquier ismo doctrinario, sólo boicotea ese acercamiento y aleja la masa poblacional del goce de sus derechos de bienestar. La toma del mando, para la administración de la cosa pública, por un presidente que logra el cargo mediante elecciones, implica generar el mayor logro de los objetivos que definen la plenitud social de una democracia. No hacerlo es mostrar la incapacidad de la gestión gubernamental y, prácticamente, significa el incentivo para abandonar el cargo.

Ningún gobernante en el poder, luego de que tanto ha gritado en campaña para conseguirlo, explicando en cada palabra de su accionar las mil y un formas de salir productivamente hacia el desarrollo, puede ladinamente justificarse, por su no saber qué hacer, en los gobiernos malos del pasado, en una u otra desenfrenada oposición, en la crítica diaria periodística, en la huída de la inversión económica, en la incomprensión de su labor … O sabía qué hacer y cómo hacerlo o es un farsante al no poder efectivar su gestión anunciada y darle prioridad a la mentira en su decir, hacer y proyectar.

¿Cuánto sufre una sociedad por la salida de un presidente bajo estas circunstancias? Mucho menos que si tiene que soportarlo algunos años, mientras hace daño a las instituciones válidas de dicha sociedad, y el pueblo queda sumergido en un deterioro que galopa en aumento. ¿No es que después cuesta más reponer, regenerar, rehabilitar la vida de una sociedad tan torpemente tratada? Ningún presidente es imprescindible en cuanto a concluir con el tiempo para el que fue elegido. Pero, en cambio, su salida del poder es indispensable al boicotear las libertades y derechos de la sociedad en que actúa, mediante comportamientos dictatoriales, autoritarios, anticonstitucionales, volviendo ilegítimos sus decisiones y órdenes.

De los muchas caídas de presidentes en Latinoamérica están, además de las aparatosas y risibles de Velasco, Mahuad, Bucaram, Gutiérrez, en Ecuador los suicidios del chileno liberal Balmaceda en 1891 al no poder manejar la “guerra” del salitre pese a su autoritarismo y del brasileño populista Getulio Vargas, en 1954, no muy lejos de la instancia fascista que admiraba. Está en la memoria, igualmente, Carlos Andrés Pérez de Venezuela, y Fernando Collor de Melo de Brasil, destituidos por corrupción en 1992 y 1993, respectivamente. ¿Y el extravagante y ridículo brasileño Janio Quadros que hace relaciones diplomáticas con la URSS, y prohíbe a las mujeres exhibirse en bikini en las playas y piscinas, para renunciar a los 7 meses de su ejercicio presidencial, en agosto de 1961? La ausencia de respaldo popular y la debilidad de sus caracteres promovieron las renuncias del argentino Fernando de Rua en 2001, asustado por el movimiento de las cacerolas vacías y del “pro comunista” Jacobo Arbenz de Guatemala en 1944, traidor a su propio alias de “el soldado del pueblo” como se hacía llamar.

La incapacidad para gobernar ha generado suicidios, renuncias, salidas a empujones, exilios en Embajadas. No es verdad que hay que aguantar el autoritarismo y la inoperancia de un presidente, por muy constitucionalmente que esté elegido, y evitar desangrar la democracia. Todo desgobierno atenta contra los derechos sociales e individuales de una sociedad así tratada. ¿Tiene sentido, entonces, mantener en el cargo a un presidente que promueve para un pueblo y una sociedad solo “vivencias” sado masoquistas? ¿Por qué no entienden esto los candidatos a presidente? Es que gobernar en y por la democracia, es mucho más que el triunfo en las urnas. Pues, ya en el cargo están la crítica, la oposición y la caída, como parte connatural al manoseo del poder?

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  1. Felicitaciones por excelente artículo de Sr. Arteaga. Concuerdo plenamente con su opinión»Ningún presidente es imprescindible en cuanto a concluir con el tiempo para el que fue elegido. Pero, en cambio, su salida del poder es indispensable al boicotear las libertades y derechos de la sociedad en que actúa, mediante comportamientos dictatoriales, autoritarios, anticonstitucionales, volviendo ilegítimos sus decisiones y órdenes».Los que lo eligieron fue para que gobernara, para que cumpla sus promesas, nó para cansarnos con sus frases ridículas, ofensivas, repetitivas, sin asunto. Cada sábado debería dedicarse a informar algo positivo para el pueblo. Escuché por unos minutos su última cadena, contando que era pobre, a quién le interesa ese detalle si el 90% de los ecuatorianos o más somos pobres?
    No soy simpatizante de Carlos Vera por su arrogancia, pero admiro su valentía en tratar de organizarnos para librarnos del chavismo y ataduras a los medios de comunicación. Seamos libres.

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